La doctrina del derecho divino de los reyes reposa en la idea de que la autoridad de un rey para gobernar proviene de la voluntad de la deidad del pueblo que gobierna, y no de ninguna autoridad temporal, ni siquiera de la voluntad de sus súbditos ni de ningún testamento. Elegido por Dios, un monarca solo es responsable ante él. La doctrina implica también que la deposición del rey o la restricción del poder y prerrogativas de la corona son actos contrarios a la voluntad de Dios. No obstante, la doctrina no es una teoría política concreta, sino más bien una aglomeración de ideas. Las limitaciones prácticas supusieron límites muy considerables sobre el poder político y la autoridad de los monarcas, y las prescripciones teóricas del Derecho divino rara vez se tradujeron literalmente en un absolutismo total.
En el caso británico, estas doctrinas se asocian estrechamente con los primeros reyes de la Casa de Estuardo y las tesis de los teólogos carolinos, quienes fundamentaban en la Biblia las concepciones de Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, Carlos I de Inglaterra y Carlos II de Inglaterra. Sin embargo, estas ideas fueron puestas por escrito entre 1597-98, antes del ascenso de Jacobo —ya rey de Escocia— al trono inglés. Su Basilikon Doron, un manual de los deberes de un rey, fue escrito como manual de educación para su hijo de cuatro años Henry Frederick, Príncipe de Gales, que murió joven, sin llegar a reinar. Según ese texto, un buen rey:
El concepto de Derecho divino incorpora, aunque exagera el antiguo concepto cristiano de "derechos dados al rey por Dios", que sostiene que "el derecho a gobernar es ungido por Dios", aunque esta idea se encuentra en muchas otras culturas, como las tradiciones de los arios y del Antiguo Egipto. En las religiones antiguas el rey suele verse como un hijo de una divinidad, lo que le convierte en un déspota que no puede ser desafiado. En el cristianismo medieval, doctrinas como la de las dos espadas y el agustinismo político, llevaron a la constitución de los dos poderes universales (pontificado e imperio), lo que incorpora la posibilidad de una duplicidad en el poder, y con ella la del equilibrio entre ambos dentro de un estado. Tras la Reforma protestante, esta duplicidad se mantuvo como característica de la tradición católica en la Europa del Sur, como la Monarquía Católica, mientras que en los países protestantes la idea del déspota inexpugnable pasó a ser de nuevo concebible.
Tomás de Aquino consideraba la posibilidad de deposición del rey, e incluso del regicidio como tiranicidio cuando el rey era un usurpador, y por tanto no un verdadero rey, pero prohibía, como hacía la Iglesia, que ningún rey legítimo fuera depuesto por sus súbditos. El único poder en la tierra capaz de deponer a un rey era el Papa, como vicario de Cristo. El razonamiento era impecable: si un súbdito pudiera deponer a su superior por alguna mala ley ¿quién sería el que pudiera juzgar que tal ley es mala? Si el súbdito pudiera juzgar a su propio superior entonces cualquier autoridad superior legítima podría ser depuesta por el juicio arbitrario de un inferior y entonces toda ley estaría constantemente cuestionada.
En el Renacimiento, muchos autores, como Nicolás de Cusa y Francisco Suárez seguían proponiendo teorías similares. La Iglesia era la garantía última de que los reyes cristianos seguirían las leyes y tradiciones constitucionales de sus antepasados. , y las leyes de Dios y de la justicia. De una forma de algún modo similar, el concepto chino del Mandato del Cielo requería que el emperador cumpliera apropiadamente los rituales, consultara a sus ministros y respetara las disposiciones de sus antecesores, de forma que se le hacía extremadamente difícil contravenirlas.
Las bases bíblicas del derecho divino de los reyes provienen en parte de la Epístola a los romanos (13, 1–2), donde se dice:
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