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Frente Nacional (Colombia)



Presidentes

El Frente Nacional fue un pacto político entre liberales y conservadores para sacar del poder a la dictadura general Rojas Pinilla. Dicho acuerdo estuvo vigente entre 1958 y 1974. Por extensión también se refiere al período histórico de dichos años. Las principales características de este período fueron la alternancia de la presidencia durante cuatro períodos (16 años) de gobierno de coalición, la distribución de ministerios y burocracia en las tres ramas del poder público (ejecutiva, legislativa y judicial), el candidato presidencial era elegido por acuerdo bipartidista, y la distribución igualitaria de las curules parlamentarias hasta 1968. El principal objetivo de este acuerdo político fue la reorganización del país luego del régimen de Gustavo Rojas Pinilla.[1]

El mandato del general Rojas Pinilla se convirtió en una tercera fuerza política capaz de desplazar a los dos tradicionales. Este hecho, unido al deseo de terminar con el periodo conflictivo de La Violencia, generada por la polarización bipartidista en Colombia, unió a los dirigentes de los partidos liberal y conservador, para buscar una solución común a los problemas. El liberal Alberto Lleras Camargo y el conservador Laureano Gómez firmaron el Pacto de Benidorm, el 24 de julio de 1956, para dar inicio al Frente Nacional en el cual los partidos se turnarían la presidencia y se repartirían la burocracia a los diferentes niveles de gobierno en partes iguales hasta 1974, es decir cuatro períodos presidenciales: dos liberales y dos conservadores. El primero en este mandato fue Alberto Lleras Camargo, de 1958 a 1962, y el último fue Misael Pastrana, de 1970 a 1974.

El Frente Nacional marcó el fin de La violencia bipartidista, que aquejaba a Colombia, y generó la desmovilización de las guerrillas liberales. Sin embargo, continuaron los problemas sociales, económicos y políticos, que llevaron al Conflicto armado interno de Colombia en el Frente Nacional, como primera etapa del conflicto armado interno vigente en Colombia. El Frente Nacional se consideró como una democracia cerrada, que duopolizaba el poder y los cargos públicos, impidiendo la participación de otras fuerzas sin filiación conservadora y/o liberal. Surgieron nuevos grupos guerrilleros a causa del inconformismo y de los nuevos rumbos ideológicos que se movían en América Latina. En 1964 aparecieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). El 7 de enero de 1965, el Ejército de Liberación Nacional (ELN). En 1967 el Ejército Popular de Liberación (EPL), y en 1973 se formó el Movimiento 19 de abril (M-19).

Los partidos de Colombia o fracciones decisivas de ellos, se han comprometido recurrentemente en arreglos, coaliciones, reparticiones y compromisos en la búsqueda y el ejercicio del poder político. Las coaliciones bipartidistas han sido tan comunes como los gobiernos hegemónicos o las guerras civiles, y han estado presentes desde la misma concepción de las colectividades políticas. Es tal vez una situación paradójica, ya que los líderes de los partidos se han mostrado tan voluntariosos para hacer la guerra con los adversarios como para pactar con ellos la distribución del poder. Las raíces del Frente Nacional, la forma más depurada de gobierno de coalición bipartidista en Colombia, se hunden en la historia más allá del siglo XX hasta alcanzar los tiempos de Miguel Samper, las sociedades democráticas y las disputas sobre el librecambio.


En los 102 años transcurridos entre 1883 y 1985, y si se considera como una modalidad de coalición el régimen de responsabilidad compartida —que definía el artículo 120 de la Constitución Nacional de Colombia de 1886—, en el cual el segundo partido en votos tenía derecho a una participación dentro del manejo del Estado, el país ha vivido 66 años bajo gobiernos compartidos, es decir, el 64.71% del tiempo. En el mismo lapso, y si se excluye el período posterior al frente nacional, Colombia ha visto durante 45 años, 44.12% del tiempo, sus destinos definidos por gobiernos que de una forma u otra se han apoyado en alguna variante de coalición bipartidista. Por ello, por estar unido a una práctica política de larga tradición en Colombia, el Frente Nacional demanda para su cabal comprensión una perspectiva histórica que ponga de presente los principales antecedentes que precedieron la institucionalización constitucional del gobierno compartido.

La revisión de este largo período histórico deja entrever algunos de los principales rasgos que caracterizan el proceso político que desemboca en la conformación de coaliciones para el usufructo y el control compartido del poder político del Estado. A pesar de que no todas las coyunturas muestran los mismos síntomas, y tampoco todos los arreglos bipartidistas responden a idénticos determinantes, sí es posible hacer una abstracción histórica y delinear los ingredientes protuberantes que se conjugan para promover un escenario favorable a la gestación de coaliciones entre los dos partidos tradicionales colombianos.

Las coaliciones políticas entre los partidos Liberal y Conservador son una suerte de mecanismo de defensa. Es decir, el poder compartido y la unión bipartidista son un instrumento útil para superar situaciones sociales y políticas que por sus características amenazan con impedir una adecuada reproducción del sistema político, la estructura de poder y la jerarquía social.

La dinámica de las coaliciones también está ligada al desarrollo de las divisiones internas de los partidos Liberal y Conservador colombianos. Es así como la presencia de sectores en conflicto con el gobierno de su propio partido ha llevado a la configuración de acuerdos políticos entre esa facción y la otra colectividad para buscar el debilitamiento del grupo que detenta el poder. De esta forma, la división interna de los partidos, cuando confluye en una coalición con el partido contrario, ha servido para transitar de una hegemonía partidista a otra; es decir, para promover el tránsito de un partido de gobierno a otro. De la misma forma, las coaliciones se han utilizado como factor neutralizador de la fuerza política de las alas radicales de los dos partidos, y se encuentran múltiples ejemplos históricos en los que la unión bipartidista surge como un instrumento para detener o debilitar el ascenso político de las facciones más ideologizadas y más beligerantes de los partidos tradicionales colombianos.

Los conflictos políticos violentos, al igual que la lucha social o económica, han sido históricamente un contexto fértil para el afianzamiento de coaliciones bipartidistas. La posibilidad de una disolución nacional, a causa del enfrentamiento armado entre los partidos, y el riesgo que la generalización de la violencia se convierta en un monstruo que dé al traste con la unidad nacional, han motivado muchas veces el espíritu de conciliación y trabajo conjunto de los partidos tradicionales. Pero también, cuando la confrontación civil o partidista toma tintes de convertirse en una lucha de clases y amenaza con trasladarse al campo del conflicto socioeconómico, aparece la coalición bipartidista como una fórmula salvadora para el régimen político, que le devuelve estabilidad y fortaleza al ordenamiento de la sociedad.

Éstas son en perspectiva algunas de las motivaciones fundamentales que se esconden detrás de la conformación de los gobiernos de coalición bipartidista. Necesariamente, no todas se suceden con igual intensidad o en una misma coyuntura política, pero sí se encuentran en la raíz de los principales acuerdos para buscar o detentar el poder político de manera compartida en la historia de Colombia. El Frente Nacional, a pesar de que muestra importantes diferencias con el pasado de los gobiernos de coalición, tiene en sus orígenes muchos de estos rasgos hereditarios del proceso político colombiano.

La historia convencional describe el acuerdo del Frente Nacional como una coalición que nace espontáneamente a manera de respuesta democrática para enfrentar una dictadura. La coalición bipartidista se gesta, efectivamente, en el ambiente de la confrontación con el gobierno militar del general Gustavo Rojas Pinilla, y muchas de las fuerzas que la estimulan y consolidan son producto del autoritarismo y el despotismo de ese régimen; pero la historia quedaría incompleta si simultáneamente no se escudriña hasta encontrar algunas de las raíces políticas y sociales de esos hechos.

En el campo social, hay que tener en perspectiva los cambios que se produjeron desde comienzos del siglo XIX en la conformación de las élites económicas del país. En el pasado, la orientación del desarrollo económico estaba marcada por un agudo conflicto entre los distintos sectores que conformaban la dirigencia social (terratenientes, comerciantes, artesanos, exportadores, burócratas, banqueros), ya que existían grandes diferencias sobre la concepción del Estado, su papel en la economía y la forma de administrar y orientar al país. Se encontraban todos ellos en clara competencia por el predominio social, al igual que por impulsar sus intereses sectoriales.

Por ejemplo, el país feudal, clerical e inmóvil que defendían los terratenientes, chocaba con el que querían construir los comerciantes, marcado por el liberalismo económico, la secularización y el trabajo libre remunerado salarialmente, moviéndose al ritmo de la iniciativa individual y la acumulación de capital. Estas contradicciones se expresaban a través de los partidos, siendo las colectividades políticas el instrumento utilizado por las distintas fuerzas de la élite social para buscar el poder y defender su concepción de Estado, economía y sociedad. La continuidad de la violencia partidista durante el siglo XIX es la expresión de esos forcejeos entre grupos sociales dirigentes por acomodar sus intereses que, dado el desigual desarrollo del país, eran contradictorios y antagónicos. Pero las cosas cambian a medida que el desarrollo económico apunta con creciente intensidad hacia un modelo de modernización capitalista alimentado por los excedentes que empezó generar la economía cafetera, de manera relativamente estable, desde los años 1870.

Para 1940 el esquema de desarrollo por la vía capitalista se impuso definitivamente, y ya se habían presentado importantes procesos de unificación económica y social de las clases dirigentes, que hacían cada vez más innecesarios los conflictos abiertos entre los partidos. No se trataba como en el pasado de desatar el conflicto partidista para llegar por allí a imponer los intereses sectoriales en la orientación del Estado, ya que estos intereses se hacían cada vez más homogéneos. En la medida que la élite se hacía una sola fuerza social, las diferencias entre los partidos perdían relevancia para esos grupos dirigentes y las posibilidades de coalición y gobierno compartido se hacían más intensas. A partir de allí, la historia de las coaliciones será la historia de la lucha de las élites para encontrarle una salida al tradicional conflicto violento entre los dos partidos —que ahora era un real peligro para reproducción del sistema social y de su dirigencia económica— y crear un clima de estabilidad política para el desarrollo de las fuerzas productivas.

Pero, simultáneamente, con el progresivo consenso de los sectores dirigentes en torno al tipo de desarrollo económico, consecuencia del formidable proceso de modernización de la economía sufrido hasta entonces, surgen nuevos grupos sociales —los trabajadores urbanos, el proletariado rural, el campesino desplazado, entre otros— que plantean nuevos interrogantes y cuestionamientos a esa élite. Al lado de estos grupos sociales también nacen corrientes políticas dentro de los partidos que aspiran a representarlos, integrarlos y darles presencia en la vida política nacional.

Alfonso López Pumarejo, que gobernó en dos oportunidades, primero entre 1934 a 1938, y luego a partir de 1942, fue uno de esos jefes políticos modernos que intentó integrar, mediante reformas políticas y sociales, a los sectores populares que el desarrollo económico estaba colocando por primera vez en el mapa social del país. La «Revolución en Marcha» y la Reforma Constitucional de 1936 se constituyen en un esfuerzo político de gran envergadura para transformar el país en una sociedad moderna, basada en la participación y en la tramitación institucionalizada de los conflictos sociales. Pero necesariamente esos esfuerzos que mejoran la situación política de los sectores populares motivan una reacción de la clase dirigente ya consolidada, que ve en los retozos democratizantes del presidente López una amenaza potencial a sus intereses sociales y económicos. Contra López y sus reformas nace la coalición bipartidista de 1946, conocida generalmente como la «Unión Nacional».

Después de la renuncia del presidente Alfonso López Pumarejo en 1945, asumió la presidencia el dirigente liberal Alberto Lleras Camargo, que denominó a su gobierno como el de la «Unión Nacional». Lleras buscó crear una nueva coalición de sectores liberales y conservadores moderados, con el ánimo de contraponerla a las dos alas radicales de los partidos encabezados por Jorge Eliécer Gaitán y Laureano Gómez, que tenían amplia responsabilidad en el desmoronamiento del segundo mandato del viejo López. La participación de los conservadores ospinistas en el gobierno aligeró las críticas y las amenazas de ruptura del sistema político, pero ya se sentía en el ambiente político el alto grado de polarización social que se estaba creando en torno a las dos figuras mencionadas.

Hay que tener en cuenta el hecho de que el presidente Lleras Camargo, a finales de su mandato, empezó a esgrimir la tesis de que un sistema político para Colombia basado en la competencia libre y abierta entre los dos partidos no era viable, por cuanto siempre degeneraba en pretensiones hegemónicas y por lo tanto en violencia. La idea fue acogida por los liberales moderados y por sectores no ortodoxos del conservatismo que veían en la posibilidad de compartir el gobierno un mecanismo para reducir las fricciones y mantener bajo control el poder político.

La convergencia de intereses económicos y sociopolíticos de la élite dirigente hacía viable esta propuesta a la luz de los acontecimientos y ante el riesgo real de que una movilización popular masiva fuera capaz de alterar la estructura del régimen político. Las primeras voces que hablan de la concordia entre los partidos se dejan oír, y puede afirmarse que las palabras de Lleras Camargo son los primeros pasos hacia la consolidación de la coalición constitucional. Estas son expresiones de una clase dirigente que, sin encontrarle ya más sentido a la confrontación partidista, intenta construir una salida a la cotidianeidad de la violencia política.

Las elecciones presidenciales de 1946 representaron para los conservadores la oportunidad de reconquistar el poder. Mariano Ospina Pérez ofreció una prolongación del gobierno de coalición conocido como «Unión Nacional», lo que sumado a la división del liberalismo entre el moderado Gabriel Turbay y el popular Gaitán, lo llevó a la presidencia.

Proveniente de la élite económica antioqueña, y con el pragmatismo de un hombre de empresa, Ospina Pérez retoma la idea de Lleras Camargo de buscar la estabilidad política, y el control de la creciente movilización popular en campos y ciudades, mediante la distribución del poder entre las dos colectividades históricas. Para lograrlo reparte equitativamente los cargos en el gabinete ministerial y establece un sistema de gobernaciones cruzadas en el que designa a un mandatario seccional del bando contrario al que predomina en el respectivo departamento. Como se verá, esta modalidad de coalición posee rasgos que después van a inspirar las instituciones del Frente Nacional.

Pero contra ese esfuerzo conspiran, su propia incapacidad para controlar los sectores más ortodoxos y fanáticos de su partido, que no podían ocultar sus pretensiones hegemónicas y desde el inicio del experimento lo acusan de traidor. Igualmente, la llegada a la dirección del liberalismo del líder más carismático que ha tenido el partido en el siglo XX, Jorge Eliécer Gaitán, significó la introducción de elementos de lucha de clases en la contienda partidista que agudizaron y polarizaron aún más a los distintos bandos. La mezcla era explosiva y la violencia que quisieron evitar los sectores más moderados de ambos partidos no demoró en aparecer en los campos.

La segunda etapa de definiciones del modelo de coalición que llevó al Frente Nacional se produce cuando ocurre la muerte de Gaitán. Ante el asesinato del caudillo el 9 de abril de 1948, la respuesta popular casi se lleva por delante al gobierno de turno, y de paso el orden establecido. En ese escenario, como ya se mencionó, se crearon las condiciones para una nueva coalición en el ánimo de impedir que una revuelta de carácter popular desmantelara el régimen político.

La colación surgida del temor a la revolución social solo duró trece meses y culminó con la ruptura entre los dos partidos. La consecuencia es un ambiente de creciente violencia política, resultado de la persecución a la base rural del liberalismo, inspirada por el laureanismo, la facción más reaccionaria del partido conservador, que pretendía utilizar la intimidación para así ganar votantes y superar su condición de partido minoritario, situación que fue tolerada por el presidente. Los liberales se marginan y se vuelcan a la abstención ante la falta evidente de garantías para concurrir a las urnas.

Mariano Ospina Pérez en los estertores de su mandato intenta impulsar una nueva salida bipartidista a la encrucijada política en que encontraba el país, y que amenazaba efectivamente con arrasar en un torbellino de sangre y violencia al sistema político. Propone un esquema según el cual se suspenderían las elecciones de 1950 y se elegiría para el período presidencial siguiente a cuatro líderes, dos liberales y dos conservadores, para alternarse anualmente la presidencia y llevar a cabo por consenso una serie de reformas que garantizaran la paz política. Esta idea, precursora de la alternación presidencial que se impondría después con el Frente Nacional, cayó en el vacío ya que el laureanismo no pensaba retroceder en momentos en que veía por primera vez una posibilidad real de alcanzar el comando del Estado. Era el inicio de un decenio de violencia, represión y dictadura.

Como si fuera un sino fatal, las coaliciones degeneran en hegemonía y después, cuando la situación nacional se hace insostenible, el péndulo se devuelve buscando la convergencia para impedir el desastre, pero esa lógica trágica del proceso político colombiano no se detiene y va creando una espiral de tensiones políticas y de polarización que culmina en un baño de sangre generalmente de proporciones dantescas. Así fue al finalizar el siglo XIX, y de nuevo se repite medio siglo después. La fórmula para desmontar la recurrencia del enfrentamiento sectario no vendrá sino con el Frente Nacional luego de haberse ensayado todo, hasta la misma dictadura militar.

La persecución desatada por el gobierno de Laureano Gómez contra las bases liberales, alimentada con la autonomía que se le entregó a la policía y a las bandas de conservadores no miembros del gobierno para ejercer la violencia y la represión por cuenta propia, comprometió al país en una guerra civil no declarada que le costó más de trescientas mil vidas. La situación alcanzó niveles de tal naturaleza, que la amenaza de disolución nacional y el peligro de que el conflicto se tornara en una abierta confrontación de clases, capaz de comprometer los mismos pilares del ordenamiento social, se convierte una vez más en un factor que impulsa la búsqueda de un compromiso entre los dos partidos tradicionales.

Alfonso López Pumarejo, víctima de una coalición bipartidista encaminada a frenar sus esfuerzos reformistas,[cita requerida] es el primero en intentar construir una salida de convergencia para la situación de autoritarismo y violencia desatada por Laureano Gómez.[cita requerida] A finales de agosto de 1952, López el Viejo, recientemente retirado de la Dirección Nacional Liberal, le envía una carta al arzobispo Cristiano Luque, a Francisco de Paula Pérez y al expresidente Mariano Ospina Pérez, en la cual les solicita que intercedan para enderezar el rumbo de los acontecimientos y buscar acuerdo que permitan superar la situación reinante. Pocas semanas antes, Gilberto Alzate Avendaño había planteado un severo juicio sobre el gobierno de su propio partido:

La oposición del sector ospinista al gobierno conservador solo se hizo patente hasta abril de 1953, cuando en un homenaje del expresidente Mariano Ospina atacó duramente a Laureano Gómez acusándolo de caudillista y antidemocrático, al igual que sugirió que los liberales habían sido más leales que el mismo Laureano en el manejo de la situación prerrevolucionaria creada por la muerte de Gaitán cinco años antes. La puerta estaba abierta: Ospina por fin se desprendía de su silencio y entraba a criticar al gobierno, al tiempo que dejaba una salida para permitir una aproximación con los liberales.

El hecho que sirvió de catalizador para precipitar la reacción contra el régimen y la caída del gobierno parece haber sido el proyecto de reforma constitucional, diseñado por el propio Laureano Gómez. En dicho proyecto de acto legislativo se establecían las condiciones para la perpetuación de un gobierno de corte dictatorial, con amplísimos poderes, dentro del marco de una estructura legislativa típicamente en corporativista y de inspiración falangista.

La pérdida del apoyo político de su propio partido, al igual que la creciente beligerancia de las fuerzas liberales, todo ello enmarcado dentro de la real posibilidad de que se instaurara una nueva constitución capaz de perpetuar en el poder al laureanismo, aclimataron un consenso nacional en contra del presidente Gómez. La salida esta vez fue militar. El 13 de junio de 1953 el país escucha la noticia de que el general Rojas Pinilla ha asumido el cargo de presidente de la República.

Pocas horas después se empieza a entender que detrás de este aparente golpe militar se esconde una nueva coalición que ha encontrado en las fuerzas armadas la posibilidad de recuperar el poder. Lo expresó el mismo Darío Echandía, cuando dice en un homenaje de los líderes nacionales al general Rojas:

En síntesis, la coalición ya no se encauza a través de la lucha electoral, sino que se pronuncia en el estímulo y respaldo de un golpe militar, que recibe la aprobación de dirigentes de los dos partidos. Pero la ilusión que tenía el país, que veía en Rojas una figura de rápida transición hacia una nueva etapa de democracia electoral, no duraría mucho. La alternativa militar no demoró en salírsele de las manos a los partidos tradicionales.

Con la faceta militar se cierra el círculo de convenios políticos bipartidistas que antecedieron a la creación del Frente Nacional. La revisión del proceso político que nace con la «Unión Nacional» de Lleras Camargo y culmina con el golpe de opinión del general Rojas, muestra cómo la situación de inestabilidad política va en ascenso, tanto por la intromisión de nuevos elementos de lucha de clases en la confrontación partidista, como por la agudización de las tensiones entre los segmentos radicales de los dos partidos.

La violencia partidista y la lucha social que se entrelaza a ella, no encuentran respuesta en el marco de la competencia democrática formal, ni en los intentos no constitucionales de compartir el poder político, y por ello a la élite no le queda otro camino que el de la dictadura militar para intentar desmontar las fuerzas que amenazan el orden social y político. Pero tampoco en ese esquema se halla la respuesta, y no será sino hasta el Frente Nacional cuando el país logre suprimir la violencia cíclica que caracterizó, por cerca de siglo y medio, la política partidista colombiana.

La dinámica del proceso político que desembocó en la creación del Frente Nacional estuvo definida por la evolución de tres conflictos distintos. El primero de ellos, y tal vez el más notorio, fue el que generó la actitud crecientemente autoritaria de la dictadura del general Rojas Pinilla, quien a medida que revelaba sus intenciones de perpetuarse en el poder entraba en contradicción con los partidos políticos y con los sectores civilistas y democráticos de la sociedad.

En segundo lugar, las aspiraciones partidistas de suceder al régimen militar creaban una contradicción adicional entre las dos colectividades: los conservadores, sabiéndose minoría, buscaban un acomodo para heredar el poder, mientras que los liberales intentaban reconstruir los procedimientos electorales para hacer valer sus mayorías. Además, las pugnas internas entre los partidos eran tan intensas como entre los partidos entre sí, especialmente en el conservatismo, ya que para los laureanistas la colaboración del sector ospinista con la dictadura equivalía a una traición. La creación del Frente Nacional debe entenderse como una tarea de habilísima filigrana política para aprovechar las posibilidades que ofrecían estas contradicciones, al igual que para neutralizar sus aspectos adversos y llevar a todos el espectro político partidista a comprometerse con la idea de un gobierno de coalición plasmado en la Constitución de Colombia de 1886.

La idea de encontrar una salida bipartidista al régimen militar surgió aun antes del deterioro de las relaciones entre los dos partidos y el general Rojas Pinilla. Aunque existen antecedentes difusos, las declaraciones de Alfonso López Pumarejo, el 25 de marzo de 1954, se constituyen en la primera propuesta concreta para avanzar hacia un esquema de convergencia bipartidista que permitiera el retorno de la democracia y, sobre todo, escapar a la lógica de la violencia sectaria. En cierta forma, se puede atribuir al expresidente López Pumarejo el papel de ideólogo precursor del Frente Nacional, ya que es él quien públicamente propone las primeras fórmulas que van a permitir el desarrollo de los posteriores acuerdos. Dos años después, López Pumarejo, en una carta dirigida a los liberales de Antioquia, retoma las propuestas de coalición bipartidista en las que venía insistiendo de una forma u otra desde 1950.

En el documento mencionado arriba, López plantea el establecimiento de reformas a la Constitución que garanticen la representación ministerial de los dos partidos, dando fuerza de mandato constitucional a la participación de ambos sectores en el gobierno y, por lo tanto, evitando las posibilidades de reversar los pactos de coalición como recurrentemente había ocurrido en el pasado.

Otra propuesta tiene que ver con un aspecto de trascendental importancia para el momento político que se vivía: la selección del mandatario que debería reemplazar al general Rojas Pinilla. La sugerencia de uno de sus máximos líderes en el sentido de que el liberalismo podría respaldar a un candidato conservador para encontrarle salida a la dictadura, ayudó a aclimatar la confianza y colaboró para que se unieran los sentimientos de oposición y repudio que compartían las mayorías de las dos colectividades.

La primera fase del proceso que conduciría al Frente Nacional ha comenzado. Se trata de convocar a las fuerzas bipartidistas en contra de la dictadura, para que ésta se debilite por una reducción progresiva del respaldo político. A partir de ese momento la oposición al régimen será el eje de coalición entre el liberalismo y el conservatismo.

Pero el general Rojas, que ve en la convergencia bipartidista un peligro inminente para la estabilidad de su gobierno, también reacciona e intenta impulsar una coalición entre las fuerzas armadas, los empleados públicos y algunos sectores sindicalizados para utilizarla como instrumento de apoyo político. A este esfuerzo se la ha atribuido una clara inspiración peronista. A mediados de 1956, en la conmemoración del ascenso de Rojas Pinilla al poder, se realizaron las primeras manifestaciones del nuevo grupo político bajo la denominación de «Tercera Fuerza». Su estandarte, un fusil y una pala formando una cruz, revela claramente cuáles eran sus aspiraciones. Solo cuatro meses después, la oposición de la Iglesia, al igual que la falta de credibilidad y arraigo popular, llevaron al fracaso el intento de crear una coalición de bases obreras para enfrentarse a la que se venía gestando en el seno de los dos partidos tradicionales.

Las conversaciones de los jefes liberales con el ala laureanista del partido conservador prosperaron rápidamente, en especial porque su líder profesaba un odio intenso a la dictadura que lo había despojado del poder, que le hizo capaz de superar el sectarismo político que caracterizó a su gobierno. Igualmente, el conflicto con el sector ospinista no era menos agudo, puesto que en la interpretación del expresidente Laureano Gómez la dictadura solo sobrevivía gracias al respaldo y la colaboración que este grupo venía ofreciendo. No hay que olvidar que los ospinistas mantenían la esperanza de ser los herederos civiles de la dictadura militar, lo que los hacía moderar sus críticas y mantenerse en una posición blanda frente al régimen autoritario, razón por la cual el liberalismo no los concebía como unos aliados confiables.

Los temas de las conversaciones entre Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez en España, en 1956, no se conocen en detalle, pero de ese intercambio germinó un acuerdo político de decisiva trascendencia para la historia de Colombia, el Pacto de Benidorm, que se divulgó como una declaración conjunta firmada el 24 de julio de 1956. El acuerdo comprendía un diagnóstico de la problemática política del país, al igual que el primer esbozo de un programa de acción conjunta para el retorno a la democracia, y una declaración de principios que iba a determinar todo el pensamiento político colombiano a partir de esa fecha.

Era una declaración de lucha y de acción política. En primer lugar, el acuerdo formalizaba el repudio de los sectores mayoritarios del conservatismo y del liberalismo a la dictadura, y llamaba a la unidad bipartidista para remover al general Rojas Pinilla. Esta realidad política tuvo el efecto de acrecentar la percepción social del debilitamiento del régimen militar. Pero lo que es más importante, trazaba el borrador de un plan político para volver al gobierno civil y superar las contradicciones históricas entre los dos partidos tradicionales mediante la instauración de una serie de gobiernos de coalición. Es el diseño inicial de lo que llegaría a ser el Frente Nacional.

Las reacciones que generó el acuerdo fueron de distinta índole. Los liberales no dudaron en entregarle todo su apoyo y respaldar cada uno de los puntos contemplados en el texto. Por su parte CONACCIÓN, el directorio conservador que aglutinaba el ala laureanista del partido conservador, también respaldó la iniciativa y se comprometió a apoyarla de inmediato. Nuevamente, el sector ospinista se encontró en una posición muy incómoda. Seguía dentro del gobierno, pero al mismo tiempo sentía que este se venía abajo a pasos agigantados; de otra parte, no podía negar el endurecimiento de la dictadura ni la creciente represión aun en contra de sus propios copartidarios. La aspiración de ser los herederos del gobierno pudo más y el resultado fue la ambigüedad del ospinismo frente a la necesidad de un trabajo conjunto para el retorno a la democracia.

La dinámica de convergencia entre liberales y laureanistas empieza a involucrar al ospinismo a partir de septiembre de 1956. El partido conservador, preocupado por un posible debilitamiento de su situación política frente a la fortaleza de la posición liberal, explora caminos de unidad. El 18 del mismo mes se firma un acuerdo político entre dirigentes de las dos facciones conservadoras en el cual se habla de un trabajo conjunto para oponerse a la dictadura. Dos días después, esa aproximación se desmorona a raíz de una exigencia tácita que hacen los liberales para que el laureanismo reafirme su respaldo al Pacto de Benidorm como la guía básica de la coalición bipartidista, situación que es interpretada por el ospinismo como un rechazo al acuerdo recién nacido. Una vez ratificado el acuerdo por los seguidores de Laureano Gómez, la Dirección Nacional Conservadora, orientada por el expresidente Mariano Ospina Pérez, rompe el convenio de oposición al régimen, adoptando una enfática actitud de respaldo y apoyo a la dictadura.

Alberto Lleras Camargo tenía que superar el escollo de convocar al ospinismo para fortalecer definitivamente al «Frente Civil», uno de los nombres con que popularmente se conocía la coalición. La convocatoria de la ANAC (Asamblea Nacional Constituyente), realizada por Rojas Pinilla el 11 de octubre de 1956,[2]​ ofreció el contexto político apropiado para avanzar en la consolidación de la oposición bipartidista. El general Rojas inició las labores de la «constituyente» solicitando la ampliación del número de participantes en veinticinco miembros, nombrados directamente por el ejecutivo. El gobierno militar buscaba que la Asamblea le diera una fachada legalista y legítima tanto al régimen como a sus actos, al tiempo que se pretendía acumular las fuerzas suficientes para repetir lo sucedido en 1954: que la ANAC manipulada prolongase el mandato de la dictadura.

La oposición liberal en la asamblea denunció la maniobra de Rojas y se dedicó a impedir que el gobierno se saliera con la suya. Pero en un giro trascendental para el futuro de la coalición política, el expresidente Ospina Pérez acusó al gobierno de querer monopolizar todos los poderes públicos en manos del dictador y renunció a la presidencia de la ANAC, dejando así allanado el camino para el golpe final y para la universalización de la coalición bipartidista.

El 20 de marzo de 1957[3]​ se da a conocer el texto de una declaración conjunta, «manifiesto conjunto de los partidos liberal y conservador», generalmente conocido como el Pacto de marzo, firmado por el Directorio Nacional Conservador de inspiración ospinista, y por los cuadros directivos del liberalismo encabezados por Alberto Lleras y Eduardo Santos. De esta forma, el sector que hasta entonces se había mostrado más recalcitrante para participar de la coalición bipartidista formaliza su compromiso de oposición activa al régimen.

Los aspectos neurálgicos contemplados en los puntos del Pacto de marzo son los siguientes:

El propósito original de este documento era el de servir como texto definitivo de acción política para la coalición bipartidista. Los laureanistas frustraron esa posibilidad al sentir que la insistencia de los ospinistas en la candidatura presidencial, y el papel protagónico que jugarían en su firma, los dejaba en desventaja política cuando llegara la hora de las decisiones. Por ello con el Pacto de marzo solo se logró incluir formalmente a los ospinistas en la coalición con los liberales, pero aún quedaba faltando la consolidación de un frente común.

El gobierno de Rojas Pinilla fue suplantado por una Junta Militar conformada por cinco miembros, los generales Gabriel París, Luis Ernesto Ordóñez Castillo, Rafael Navas Pardo, el mayor general Deogracias Fonseca Espinosa y el contraalmirante Rubén Piedrahíta Arango. El primer paso de la junta para afianzarse políticamente fue garantizar al país que en el término de un año se realizarían elecciones para construir un gobierno civil. La posibilidad de un pronto retorno al régimen constitucional, al igual que el carácter bipartidista del gabinete ministerial seleccionado por la Junta Militar, le ganaron el apoyo de los principales jefes del liberalismo y el conservatismo. Para Alberto Lleras y los sectores comprometidos con el afianzamiento de la coalición, esta etapa se caracterizó por una permanente lucha para lograr que las rencillas internas entre el conservatismo no desbarataran la marcha hacia el gobierno civil y compartido.

El escenario de transición democrática despertó nuevamente las pugnas entre los sectores en conflicto dentro del conservatismo. Los ospinistas sostenían firmemente la candidatura de Guillermo León Valencia como la única posibilidad presidencial para un gobierno de coalición. Pero los laureanistas no demoraron en oponerse a esa posibilidad. Un pacto de unión entre los conservadores, promovido por los ospinistas, fue rápidamente rechazado por Laureano Gómez. De este acuerdo surgió una comisión bipartidista encargada de plantear los mecanismos para el retorno a la democracia, la cual durante junio de 1957 presentó un informe en el que se proponía una reforma constitucional para restablecer el gobierno compartido durante tres períodos presidenciales seguidos, se fijaban fechas para las elecciones y se establecen otros mecanismos para el retorno a la democracia. La Junta Militar, creyendo que efectivamente este documento recogía el pensamiento de la amplia mayoría del espectro político, puesto que en ella participaban algunos miembros del laureanismo, procedió a adoptar algunas de las medidas contempladas en la propuesta. La reacción de los más fieles seguidores del expresidente Gómez no se hizo esperar y se planteó una situación de desautorización política para esos esfuerzos de unión conservadora.

Alberto Lleras se enfrentaba a la tarea de decidir sobre cuál de los dos sectores políticos era más conveniente apoyarse para sacar avante la coalición y para defender los intereses del liberalismo. El jefe liberal reafirmó su escogencia inicial de seguir considerando al laureanismo como el eje del partido conservador. Los posteriores resultados electorales le darían la razón. El 20 de julio de 1957 se firmó el Pacto de Sitges, entre Lleras Camargo y Laureano Gómez, acuerdo fundamental que definió los principios conceptuales concretos sobre los cuales se iban a construir las instituciones del Frente Nacional.

La posibilidad de desarrollar la búsqueda de fórmulas políticas para encontrar una puerta hacia la democracia fue dada por el espacio que dejó la Junta Militar. Ésta se dedicó preferencialmente a reorganizar el frente económico, aquejado de severas dificultades, y a intentar desmontar los brotes de violencia partidista, delincuencial y social que todavía persistían en varias regiones del país. La labor de definir alternativas para el retorno a la democracia quedó entonces en manos de los civiles, quienes asumieron pronto la tarea. El Pacto de Sitges surge en este momento como la propuesta más sólida, no solo en términos políticos, ya que contaba con la firma de los dos principales líderes de los partidos tradicionales, sino también por ser una síntesis afortunada de las propuestas y las alternativas existentes hasta el momento.

El acuerdo es en general una reafirmación del proceso de coalición bipartidista iniciado en Benidorm y una propuesta concreta para avanzar en la reconstrucción del gobierno civil y la democracia electoral. En el texto se plantea que las propuestas ofrecidas son el desarrollo político de los principios comunes acordados en el Pacto de Benidorm, que determinaron la caída de la dictadura. Los principales mecanismos para lograr un gobierno de coalición y la paz política nacional podrían ser, según el acuerdo, los siguientes:

Para que tal enmienda a la carta, con obvio carácter transitorio, surta sus efectos curativos y eficaces para la pacificación total de Colombia, creemos necesario que su duración sea siquiera por el término de tres períodos de gobierno…
Un primer límite tiene que ser la urgentísima creación de una carrera de servicio civil que suprima el concepto de que el vencedor político tiene derecho a los despojos del vencido y a alterar de arriba abajo la administración pública…

El acuerdo no solo contempló las fórmulas concretas para instaurar un gobierno de coalición, sino que también propuso el mecanismo político para adoptar dichas reformas transitorias a la Carta Constitucional: el plebiscito popular. Las razones argüidas para sugerir esa vía tenían una fuerza indudable: un compromiso de transformación institucional de esas magnitudes debería ser refrendado por la fuente esencial de la legitimidad, el constituyente primario, y no por asambleas o comités de difícil representatividad. Naturalmente, existían razones políticas adicionales para promover este camino para llegar a las instituciones de coalición. Un plebiscito evitaría que los problemas derivados de la confrontación entre los distintos sectores de los partidos dilataran o entorpecieran el proceso de reforma constitucional. Igualmente, impediría una posible presión militar en las deliberaciones y neutralizaría cualquier alegato de ilegitimidad por parte de los enemigos de la coalición. De esta forma, el plebiscito se presentaba como el mecanismo legal y político idóneo para consolidar las instituciones de coalición.

Las consecuencias del Pacto de Sitges sobre el proceso político interno fueron considerables. El primer impacto claro fue el debilitamiento del ala ospinista del partido conservador, puesto que el acuerdo en España se hizo prácticamente a espaldas de ese grupo. De igual manera, el texto del pacto desconocía formalmente y por completo el acuerdo previo entre los ospinistas y el liberalismo, firmado en marzo, al igual que las recomendaciones de la comisión creada por los conservadores en junio. El papel protagónico del conservatismo doctrinario, nombre que se daba a sí mismo el laureanismo, en la gestación del gobierno de coalición quedaba definitivamente consolidado. Paralelamente, con el fortalecimiento laureanista vendría la agudización del conflicto interno dentro de los conservadores, especialmente en torno al tema de las candidaturas presidenciales.

Una segunda consecuencia del Pacto de Sitges fue el afianzamiento de Alberto Lleras Camargo como el eje de las relaciones políticas entre la dimensión civil y el gobierno de la Junta Militar. Los generales carecían de un interlocutor válido a nivel de los partidos políticos. El gobierno intentó inicialmente construir una relación de colaboración con la coalición a través del ospinismo y la supuesta unión conservadora sellada en junio de 1957, pero aceptó muy pronto que la aguda división en ese partido solo dejaba la opción del liberalismo unido y claramente comprometido con su jefe Alberto Lleras. Las características del Pacto de Sitges, al igual que el respaldo social que movilizó el liberalismo en su favor, le demostraron a la Junta Militar cuál era el camino a seguir para entregar sin traumatismo el poder a los civiles: Definidos los lineamientos de las reformas institucionales necesarias para la instauración del gobierno de coalición, el general Gabriel París, presidente titular de la Junta, se compromete en el mes de agosto a sacarlas adelante. Los ministros de los partidos tradicionales, particularmente los liberales, desarrollaron una intensa colaboración con la Junta Militar para formalizar el acuerdo político. Pero el problema de la división conservadora amenazará prácticamente desde su firma el desenvolvimiento de los acuerdos políticos.

La confrontación conservadora se agudiza a partir de septiembre, cuando en el horizonte aparece por primera vez una clara posibilidad de elecciones libres. La lucha que se planteó en torno a la selección del presidente de la República, ya que el liberalismo mantenía su compromiso de respaldar un candidato conservador de unidad para ese cargo. Los laureanistas intentan contrarrestar al candidato Guillermo León Valencia, que tenía cierta popularidad por su prestigio de fogoso enemigo de Rojas a finales de la dictadura, presentando la candidatura de Jorge Leyva Urdaneta, reconocido político de la derecha conservadora. El debate entre las dos facciones se agría a medida que avanza el proceso de institucionalización del regreso a la democracia.

En octubre de 1957 ocurren hechos decisivos. Se protocoliza la división conservadora y la Junta Militar define la fecha del plebiscito propuesto por el Pacto de Sitges. El conservatismo convoca a dos convenciones distintas que se censuran y descalifican mutuamente. Los ospinistas, con el expresidente a la cabeza, se reúnen en la primera semana del mes y reafirman su respaldo a la candidatura de Valencia. Para esa fecha llega Laureano Gómez al país después de su prolongado exilio en el exterior.

El 4 de octubre, un día antes de la llegada del jefe del laureanismo, la Junta Militar expide el decreto número 247 de 1957 por medio del cual, «interpretando la opinión nacional expresada en los acuerdos suscritos por los partidos políticos», se convoca para el primero de diciembre un plebiscito para ratificar o negar una propuesta de reforma constitucional. La consulta plebiscitaria, contemplada en el Pacto de Sitges, comprendía esencialmente los puntos acordados entre Laureano Gómez y Alberto Lleras: establecimiento formal de un gobierno de coalición bipartidista; distribución paritaria de los ministerios y de los cargos en el Congreso, asambleas y concejos; establecimiento de la carrera administrativa para los empleados públicos; confirmación del derecho al voto para la mujer; y legislación popular del gobierno de la Junta Militar. La inevitable decisión del gobierno de convocar al debate plebiscitario le echó más leña al fuego, ya que la confrontación conservadora se trasladó del terreno partidista al de oposición al desarrollo institucional del acuerdo político.

Los acontecimientos que rodearon el plebiscito deben interpretarse desde la óptica de la lucha por el predominio político entre los distintos grupos. No es que el ospinismo o el laureanismo quisieran en la práctica hundir el acuerdo de coalición, sino que intensificaban su respaldo de manera estrictamente táctica para fortalecerse en la verdadera lucha, la lucha por el poder público. Un escollo aparentemente intrascendente se coloca rápidamente en el núcleo del conflicto: la fecha de las elecciones a corporaciones. Algo que a los ojos de un observador casual puede parecer simple, poseía en esta coyuntura un significado decisivo en términos de la definición del candidato presidencial y de la fuerza política relativa de cada uno de los grupos.

Para los ospinistas lo mejor era la selección del candidato de coalición con anterioridad a las elecciones de 1958, puesto que Guillermo Valencia se encontraba desempeñando ese papel en el escenario político desde comienzos de 1957. Igualmente, este grupo defendía la unidad del calendario electoral, de manera que el presidente y los representantes a los cuerpos colegiados fueran elegidos en la misma fecha. La razón real para insistir en un solo día era que de esta manera los acontecimientos y resultados que se presentaran en la sección de los legisladores no podrían afectar ya la escogencia presidencial. Sutilmente, el sector minoritario quería impedir mediante este artificio la expresión de las distintas fuerzas políticas dentro del conservatismo, evitando de esta manera que la mayoría en las elecciones parlamentarias fuera un criterio político decisivo en la selección del candidato presidencial.

Por su parte, el sector comandado por Laureano Gómez sostenía precisamente la posición contraria. El laureanismo sabía que, a pesar de que el ospinismo disfrutaba de activos burocráticos heredados de la época de la dictadura, su fuerza electoral era considerablemente mayor. Por ello, en caso de realizarse la escogencia y elección del candidato presidencial con posterioridad a la contienda parlamentaria, el resultado de esa elección tendría incidencia decisiva sobre las posibilidades de cada uno de los dos sectores en conflicto. A pesar de que la argumentación en favor y en contra de cada una de las posiciones estuvo rodeada de toda una variada gama de racionalizaciones jurídicas, ideológicas y políticas, la realidad que se escondía detrás de esa controversia era simplemente su impacto sobre las posibilidades de cada grupo para hacerse al comando del partido conservador. Desde el mes de octubre hasta finales de noviembre de 1957 la cuestión del calendario electoral se convirtió en el eje de la discusión pública.

La convención del sector laureanista se realza en Cali a finales de la primera semana de noviembre. El evento es fértil en manifestaciones de ruptura con los adversarios y la asamblea dedica gran parte de su tiempo a atacar al ospinismo y a su candidato, acusándolos de «impuros», oportunistas e insinceros. Después de la convención, ya no quedan dudas de que el laureanismo no está dispuesto a aceptar que la selección del candidato conservador se realice antes de las elecciones parlamentarias, y mucho menos a permitir la unificación del calendario electoral. Contra esas dos posibilidades, a las cuales se inclinaba el gobierno con el respaldo del ospinismo y hasta cierto punto del liberalismo, se enfilan las poco despreciables baterías políticas y retóricas del expresidente Gómez.

La amenaza de una ruptura definitiva de los acuerdos de coalición, que significaban la esperanza para transitar definitivamente hacia el régimen civil, es el arma que utiliza el laureanismo para conseguir concesiones y ganancias políticas. El 16 de noviembre el directorio comandado por el expresidente Gómez se manda lanza en ristre contra el liberalismo y contra el plebiscito programado para dentro de solo dos semanas. En su pronunciamiento público, el laureanismo plantea que el liberalismo está aprovechándose de su papel protagónico en los acuerdos y demanda que se posponga la consulta popular para el establecimiento de las instituciones de coalición. Toda esa demostración de oposición revela sus verdaderas intenciones cuando, hacia el final de la declaración, exige que las elecciones parlamentarias se realicen aun antes del plebiscito. Es el comienzo de una nueva crisis política que amenaza el desarrollo del Frente Nacional y que solo será conjurada con la firma de un nuevo acuerdo, esta vez auspiciado desde el mismo gobierno: el Pacto de San Carlos firmado el 22 de noviembre de 1957.

Pero es de preguntarse sobre lo que ocurría con el partido liberal en el entretanto. Los liberales optaron por marginarse casi por completo de la controversia conservadora, y se dedicaron más bien a recorrer el país buscando apoyo para los acuerdos de coalición e impulsando la participación política en favor de una aceptación de las fórmulas plebiscitarias. El propio Alberto Lleras, aunque seguía muy de cerca los acontecimientos internos del conservatismo, se colocó por encima del conflicto e igualmente se presentó ante el país como el abanderado de la concordia, de la coalición, de la civilidad. El contraste era avasallador. Un partido conservador profundamente escindido, sumido en rencillas que ante los ojos de la gente deseosa de un retorno al gobierno civil aparecían más como un egoísta y desmedido apetito de poder; y ello frente a un liberalismo comprometido con los acuerdos, dispuesto a renunciar a la presidencia para recuperar la democracia, liderado firmemente y sin serios problemas internos. Son diferencias que no pasan desapercibidas para la mayoría de los colombianos.

La consecuencia de esa comparación es el fortalecimiento del liderazgo nacional de Alberto Lleras. Desde el mes de octubre, y con más énfasis a partir de noviembre, se empiezan a escuchar las voces de distintos sectores populares, partidistas y gremiales que reclaman la candidatura del líder liberal. No solo son los liberales. Importantes dirigentes conservadores empiezan a entender que la única salida viable a la división de su partido y a la consolidación del régimen civil es una candidatura nacional de Lleras Camargo.

Pero volviendo a los acontecimientos de noviembre, cuando el tiempo se agotaba para movilizar al país en favor del plebiscito ya en curso, el clima de beligerancia interna entre las distintas facciones conservadoras se agudizó aún más. El sector conservador encabezado por Gilberto Alzate Avendaño se lanzó en clara oposición al gobierno de coalición y al plebiscito, denunciando a Laureano Gómez como supuesto traidor de las causas conservadoras por pactar con los liberales, a quienes no vacilaba calificar de bandoleros. De esta forma, un nuevo comensal se sentó a manteles para disputarse el plato fuerte del predominio político dentro del conservatismo. La situación amenazaba con convertirse en una crisis mayúscula que podría arrasar con el delicado trabajo de aproximación política iniciado en 1956 por Alberto Lleras y López Pumarejo.

Como si la torpeza fuera su lema, nuevamente los partidarios del general Rojas Pinilla crearon circunstancias favorables para afianzar el poder político de la Junta Militar y de aquellos que buscaban la concordia partidista. El 18 de noviembre de 1957 el gobierno anunció que se había descubierto un plan terrorista para atentar contra los miembros de la Junta y los principales protagonistas de la coalición política, intentando que asumieran el mando oficiales leales al dictador. El impacto de la noticia sobre la opinión pública y los núcleos de poder —Iglesia, gremios, empresarios, políticos, etc.— produjo el efecto contrario al deseado por los conspiradores, ya que los cinco militares y la coalición recibieron innumerables manifestaciones de apoyo político y social. En ese contexto, los opositores al gobierno y al plebiscito se vieron considerablemente debilitados, razón por la cual la Junta Militar asumió la vanguardia del proceso y convocó a todas las fuerzas políticas a una reunión en el palacio de San Carlos, con el ánimo de superar definitivamente la crisis.

El 20 de noviembre asistieron al palacio presidencial los líderes de los partidos tradicionales y de los principales grupos. En un largo proceso de discusión, que se extendió por más de tres días consecutivos, se plantearon las diferentes interpretaciones sobre los procedimientos adecuados para transitar hacia un gobierno civil. El problema central fue el de conciliar las posiciones de los dos grupos predominantes dentro del conservatismo. El 22 de noviembre, a solo ocho días de la fecha fijada para llevarse a cabo el plebiscito, se alcanzó un acuerdo que se denominó el Pacto de San Carlos. El desarrollo de las conversaciones no se conoce en detalle pero el resultado fue favorable a la posición sostenida por Laureano Gómez, por lo menos en lo que tiene que ver con los procedimientos para la escogencia del candidato presidencial y del calendario electoral.

Con el Pacto de San Carlos, el gobierno, representado en la Junta Militar, adquiría por primera vez el carácter de fuerza política decisiva en el desarrollo de los acontecimientos dentro y entre los partidos. Igualmente, la firma del acuerdo por parte de los partidos, bajo la tutela de la cabeza del Estado, le imprimió a la coalición bipartidista una fuerza institucional que no había tenido hasta el momento, y que se convirtió en el sello definitivo para consolidar el Frente Nacional. Es así como la formalización de los acuerdos entre los sectores políticos le dio el carácter de proceso irreversible a la convergencia entre los dos partidos tradicionales y al gobierno de coalición. El Pacto de San Carlos representa el último episodio en la búsqueda de una coalición definitiva entre los partidos.

El pacto contemplaba seis puntos específicos. El plebiscito se llevaría a cabo en la fecha originalmente prevista y ambos partidos defenderían entre sus seguidores las propuestas allí contempladas. La candidatura presidencial de Guillermo León Valencia sería sometida a ratificación por parte de los miembros liberales y conservadores del Congreso de la República, a ser elegidos a comienzos de 1958. La fecha de las elecciones parlamentarias debería ser anterior a la de los comicios presidenciales. Los dos partidos condenaban la violencia y hacían un llamamiento a la pacificación nacional. Por último, los dirigentes políticos agradecían las gestiones de la Junta Militar para devolverle al país el gobierno civil y democrático.

La habilidad de los liberales y de los militares en el poder para neutralizar las disensiones conservadoras dentro de la coalición bipartidista y darle al acuerdo político casi la fuerza de ley, garantizó el tránsito hacia el gobierno compartido. Esta nueva modalidad de coalición presentaba una innovación radical sobre las que se dieron en el pasado, ya que por primera vez los acuerdos entre los partidos para distribuirse el poder tendrían la fortaleza institucional de estar integrados a la Constitución Nacional.

La consulta popular fue ampliamente favorable a la propuesta plebiscitaria de la coalición. En favor de la reforma constitucional votaron 4 169 294 colombianos sobre un total de sufragantes de 4 397 090. En contra del establecimiento de la reforma constitucional se presentaron 206 564 votos que corresponden al 4,7% del total. Es de destacar que en esta ocasión se obtuvo la participación electoral más alta en la historia contemporánea del país. A la luz del abrumador apoyo electoral es incuestionable la legitimidad popular de las instituciones de coalición, puesta a consideración en el plebiscito. Es la reacción de un país cansado de violencia sectaria entre los partidos, violencia militar y gobiernos autoritarios y dictatoriales; que ve en las instituciones de coalición una salida a la persistencia de la sangre y de la muerte. También, el apabullante resultado electoral en favor del gobierno de coalición es la expresión de una dirigencia política que siente amenazada la estabilidad nacional, su predominio social y político y ve en la continuidad de la violencia una amenaza real de polarización social de la lucha partidista. El gran ganador con los resultados del plebiscito fue Alberto Lleras Camargo, que era reconocido por tirios y troyanos como el artesano detrás de esa victoria política.

Un interrogante que quedará sin respuesta es si el país hubiera respaldado la propuesta plebiscitaria con todos los detalles que después se integrarían al sistema institucional del Frente Nacional. De haberse añadido al texto del plebiscito la alternación en la presidencia de la República y la prolongación del gobierno de coalición a dieciséis años, ¿habría respondido el país con igual entusiasmo? Nunca se sabrá; pero la realidad es que en contra de la alternación surgió un nuevo grupo político de gran incidencia sobre el desarrollo de la política colombiana, el MRL o Movimiento Revolucionario Liberal.

Definidas las bases institucionales para el gobierno de coalición con la aprobación del plebiscito, la lucha política se trasladó a dos planos distintos, pero altamente complementarios. De una parte se dio la confrontación electoral entre las distintas vertientes de los partidos alrededor de la escogencia de los miembros de las corporaciones públicas. Esta contienda tenía especial significado, ya que definiría cuáles sectores políticos controlaban las mayorías. De otras, la controversia se daba en el plano de la selección del candidato presidencial que representaría la coalición. En esta dimensión de la contienda operaba toda una gama distinta de sutiles factores de poder, por cuanto los aspirantes requerían del visto bueno de los dos partidos y de sus principales jefes. En términos formales, la candidatura de Valencia esta prácticamente consolidada por cuanto ambos partidos la habían aceptado, pero sujeta a ratificación después de las elecciones a corporaciones. El papel de árbitro que jugarían los resultados electorales del domingo 6 de marzo de 1958 le imprimió un dinamismo inusitado a los esfuerzos proselitistas de todos los contendores.

Realizados los escrutinios, la voluntad de los sufragantes le imprimió un nuevo derrotero al proceso político, enredando un poco más las cosas. El partido liberal se consolidó con una amplia mayoría, cercana al 60% del total de votos, superando a todas las facciones conservadoras sumadas. Por su parte, dentro del conservatismo el olfato político de Laureano Gómez demostró estar acertado, ya que su grupo obtuvo cerca de dos veces más votación que el ospinismo, que solo logró aproximadamente cincuenta mil votos más que los seguidores de Jorge Leyva.

En consecuencia, el contexto creado por los resultados electorales era paradójico. Un partido liberal ampliamente mayoritario y popular, que reiteradamente rechazaba los ofrecimientos de la candidatura; un partido conservador dividido en tres facciones con un aspirante a la presidencia respaldado por un sector que no alcanzaba siquiera a controlar la mitad de la fuerza electoral conservadora y la apremiante necesidad de escoger un hombre para representar a todo ese universo contradictorio de fuerzas políticas en la cabeza del Estado y al mando de una coalición constitucional. La única salida era, a su vez, la más lógica históricamente: Alberto Lleras Camargo.

La decisión sobre las candidaturas quedó virtualmente en manos del liberalismo y el laureanismo, que se enfrentaba a la tarea de conseguir un candidato válido para reemplazar a Valencia, quien carecía ya de opciones por el poco afecto político que despertaba en el ala mayoritaria de su propio partido. La búsqueda de alternativas reviste el carácter de un juego de acertijos en el que se trata de adivinar detrás de cuál de las máscaras se esconde el verdadero candidato, pero todos los concursantes conocen la respuesta y ninguno se atreve a decirla.

El curtido Laureano Gómez empieza a jugar de primero. Envía una carta a Alberto Lleras Camargo, fechada el 30 de marzo de 1958, en la cual ofrece una lista de posibles candidaturas para que el liberalismo escoja la que considere conveniente. El grupo estaba conformado por los setenta parlamentarios elegidos por el conservatismo doctrinario, y por diez nombres adicionales de conservadores no políticos del sector privado y profesional. El expresidente Gómez se excluyó de la lista al igual que a su hijo. Desde cualquier ángulo que se interprete, es claro que ninguno de los nombres ofrecidos tenía la representatividad política suficiente para asumir esa responsabilidad, y que la intención era otra. A renglón seguido, el texto de la carta revela las verdaderas intenciones: apoyar la candidatura de Alberto Lleras pero recibir en contraprestación el establecimiento de la alternación presidencial.

¿Cuál era la nacionalidad política que se escondía detrás de esta oferta? Difícil reconstruir las verdaderas intenciones que motivaban al doctrinario, inflexible e intransigente Laureano Gómez para declinar la presidencia en el primer período Frente Nacional. A manera de hipótesis se puede plantear que ese era un precio bajo por garantizar la presidencia de su partido minoritario en el poder mediante un acuerdo de alternación, al tiempo que se resolvía el impase que nuevamente estaba poniendo en peligro la coalición. La condición de partido minoritario hubiera impedido muy posiblemente un acceso al poder tan fácil como el que se lograría con un mecanismo de rotación forzosa de la presidencia de la República, y esa pudo ser una consideración de peso llegado el momento de los cálculos políticos por parte del expresidente Gómez. Probablemente en esta sugerencia también incidió el abrumador respaldo obtenido en las elecciones del Congreso. No hay que olvidar que en dos ocasiones anteriores el laureanismo y su jefe colocaron sobre la mesa la posibilidad de un gobierno de coalición encabezado por Lleras Camargo.

A partir de allí la gestación de una nueva institución frentenacionalista no contemplada en la propuesta original en el plebiscito, la alternación presidencial correría pareja con la consolidación de la candidatura de Alberto Lleras. El expresidente Lleras Camargo contestó el mismo día la misiva del dirigente, devolviéndole al partido conservador la responsabilidad de seleccionar al candidato, y dejando abierta la puerta para una posible candidatura liberal llegado el caso que el propio conservatismo aceptara renunciar al derecho que le daba la promesa liberal de dejar en sus manos de la candidatura:

La posibilidad de una candidatura de Lleras Camargo se venía rumoreando desde noviembre del año anterior. El entusiasmo que despertaba el líder liberal realmente hacía difícil pensar en otra alternativa. Sin embargo, haría falta todavía mucho ir y venir político para que esa opción se hiciera realidad.

La reacción de un importante sector de dirigentes conservadores a la sugerencia del expresidente Gómez fue radical. Rechazaron la posibilidad de declinar su derecho a la presidencia, y presionaron para que los liberales escogieran prontamente un candidato de su partido. El tiempo nuevamente estaba en contra de los políticos, ya que la fecha en que se debían celebrar las elecciones presidenciales era el 4 de mayo, y solo restaban tres semanas y nada en concreto se había decidido sobre la candidatura.

El partido liberal también jugó sus cartas. En reunión especial de la comisión de delegatorios liberales para resolver el problema de las candidaturas, se aprobó el nombre de Fernando Isaza como candidato de la coalición. Igualmente, los liberales en su declaración recogieron la propuesta de alternación de Laureano Gómez y la concretaron como una fórmula en caso de que no fuera aceptado el señor Isaza como candidato bipartidista. Textualmente el liberalismo formuló la siguiente propuesta el 15 de abril de 1958, a solo dos semanas y media para la elección presidencial.

Los conservadores inicialmente aceptaron la propuesta de una nueva reforma constitucional para prolongar a dieciséis años al Frente Nacional e instaurar la alternación presidencial, pero siguieron insistiendo en la necesidad de una candidatura conservadora para poder mantener la credibilidad en los acuerdos entre los partidos. Continuaba de esta forma el vacío de liderazgo, situación que estaba debilitando la fortaleza política y popular de la coalición bipartidista. Laureano Gómez decide apelar a toda su autoridad política e inicia una pronta movilización en contra de los opositores de la opción liberal, y hace un trabajo de paciente pedagogía política para neutralizar a los elementos más sectarios de su partido y comprometerlos con la candidatura de Lleras Camargo. La convergencia sobre el asunto de la alternación sirvió como principal argumento para debilitar la terquedad de los que seguían insistiendo en una candidatura conservadora, que no parecía viable dadas las circunstancias internas de los partidos y la misma expresión del sentimiento popular, registrado no solo en las elecciones parlamentarias sino en amplias manifestaciones de apoyo a Lleras a lo largo y ancho del país.

Por fin el Directorio Nacional Conservador brinda respaldo a Laureano Gómez el 16 de abril y se compromete a apoyar al candidato que recomienda su jefe, aun a pesar de que este sea liberal. Naturalmente esta decisión estuvo acompañada de una reafirmación del compromiso bipartidista con la alternación y la extensión del Frente Nacional a cuatro períodos presidenciales. El mismo día, unas pocas horas después, la Junta Delegataria de la Convención Nacional Liberal, que era la encargada de estudiar el problema de la candidatura presidencial por parte del liberalismo, proclamó y adhirió a la candidatura de Alberto Lleras.

La suerte está echada. Alberto Lleras se consolida como el candidato de la coalición bipartidista y como cabeza del primer gobierno del Frente Nacional. El costo ha sido el apoyo liberal a la propuesta de Laureano Gómez de establecer la alternación de los partidos en la presidencia de la República. La declaración del Directorio Nacional Conservador el 21 de abril es definitiva:

Las declaraciones en el mismo sentido expresadas por antiguos enemigos de la candidatura liberal, entre ellos Guillermo León Valencia, garantizaron el éxito de la campaña iniciada formalmente desde mediados de abril para escoger a Lleras Camargo como primer presidente civil elegido mediante elecciones universales desde Mariano Ospina Pérez en 1946.

Una vez alcanzado el acuerdo político en torno a la alternación, el candidato del Frente Nacional lo integra firmemente a su plataforma política. En un discurso del 27 de abril, al cerrarse la campaña presidencial, Alberto Lleras Camargo se expresaba así sobre el problema de la rotación de los partidos en el comando del Estado:

La importancia de la alternación radica en que este mecanismo será después la manzana de la discordia entre los sectores que defienden las instituciones de coalición y los opositores del Frente Nacional. Igualmente, la alternación significaría la ruptura de la racionalidad sectaria de los partidos, base ideológica sobre la cual se construye gran parte de la afiliación de los electores a los partidos tradicionales en la época, situación que dificultará la reproducción histórica de las colectividades políticas como se verá más adelante. Para muchos de los liberales que han luchado por años contra la dictadura y la violencia conservadora, no parece legítimo que se conceda el gobierno a una reconocida minoría. Estas contradicciones políticas, derivadas de la misma concepción de las instituciones de coalición, serán los ejes centrales en la determinación de la dimensión política de la sociedad colombiana a partir de la instauración del Frente Nacional.

La superación del problema de las candidaturas, de una manera favorable a la estabilidad de los acuerdos de coalición y en consonancia con las mayorías electorales, no fue suficiente para coronar la carrera iniciada dos años antes hacia el gobierno compartido. Un obstáculo adicional se presentaría cuando un grupúsculo de militares, comandado por un coronel fanático y con pretensiones mesiánicas, Hernando Forero, intentó deponer a la Junta Militar y encarcelar a los arquitectos del Frente Nacional, todo ello con el ánimo de hacer retroceder la historia y reencauchar el modelo rojista del gobierno.

El golpe fracasó y, afortunadamente para los defensores del gobierno civil, el líder de la insurrección prefirió evitar la confrontación y se evadió sin derramamientos de sangre hacia la embajada de El Salvador. El domingo 4 de mayo se llevaron a cabo las elecciones presidenciales tal como estaba previsto. El candidato del Frente Nacional recibió la mayoría de la votación, 2 482 948 sufragios, y el opositor de derecha, Jorge Leyva, alcanzó un poco más de seiscientos mil votos.

El camino hacia el establecimiento definitivo de las instituciones de coalición que regirían a partir de 1958, y por cuatro períodos presidenciales, siguió su curso. El Congreso de la República, instalado el 20 de julio del mismo año, aceptó en primera vuelta sin mucha controversia la reforma constitucional que implantaba la alternación presidencial y la prolongación hasta 1970 de los acuerdos del Frente Nacional. Pero esta aparente conformidad era solo superficial. En el fondo se escondían las semillas de importantes movimientos sociales y políticos que vendrían con los meses y los años a convertirse en poderosos enemigos de la estabilidad del régimen de gobierno compartido.

El 7 de agosto, con la posesión de Alberto Lleras Camargo, se inicia el primer período presidencial dentro de la democracia restringida, alinderada por las instituciones de coalición. Es la primera vez en la historia del país que los acuerdos entre los partidos, para detentar conjuntamente el poder político, quedan plasmados en la Constitución Nacional. La adopción de este esquema institucional suprimirá viejos conflictos políticos, pero al mismo tiempo generará otros nuevos, dando paso a contradicciones e interrogantes antes desconocidos, que marcarán la dinámica de la dimensión política en la Colombia contemporánea.

Los presidentes durante el Frente Nacional fueron: Alberto Lleras Camargo (1958-1962), Guillermo León Valencia (1962-1966), Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), y Misael Pastrana Borrero (1970-1974).

El liberal Alberto Lleras fue el mandatario que inició los cuatro períodos presidenciales del Frente Nacional. Recibía un país que no había eliminado los continuos brotes de violencia política a lo largo y ancho del territorio nacional. Para agravar las cosas, la situación económica heredada del gobierno de las fuerzas armadas de Colombia era caótica. La situación fiscal no le permitía al gobierno otra salida que la austeridad, mientras que las dificultades cambiarias impedían un desarrollo normal de la actividad productiva.

El proyecto político con que llega Alberto Lleras Camargo a la presidencia de la República está claramente definido en sus discursos al Congreso Nacional, al iniciarse la legislatura de 1958, y en su alocución de posesión el 7 de agosto del mismo año. Los tres objetivos centrales de la estrategia política de Lleras estaban estrechamente ligados, consolidación de las instituciones frentenacionalistas; encontrar un modelo político de colaboración bipartidista en todas las ramas del poder público, capaz de eliminar la confrontación burocrática entre las dos colectividades históricas; y, por último, siendo el aspecto neurálgico del proyecto político de Alberto Lleras, la erradicación de la persistente violencia política en las áreas rurales del país, primordialmente en los departamentos del Valle del Cauca, Caldas, Tolima, Huila y Cauca. Al respecto diría al recibir el poder:

Los objetivos mencionados implicaban una serie de tareas y conflictos. El primero de ellos se hizo evidente cuando el gobierno asumió la misión de enfrentar las corrientes rojistas, en la opinión pública y entre las fuerzas armadas. Para entender la urgencia de esta tarea hay que tener presente que la amenaza de un golpe militar no había desaparecido. Además, la descalificación definitiva de la dictadura traía en cierta forma, como contrapartida, la consolidación política de la coalición bipartidista.

El general Gustavo Rojas Pinilla, al abandonar el país el 10 de mayo de 1957, no terminó su carrera política. Por el contrario, en esa fecha se inició una segunda etapa de su vida pública. Aunque en los meses siguientes a su derrocamiento el dictador perdió gran parte de su influencia, entre bambalinas siempre persistió un sector de las fuerzas armadas, de su burocracia, de la opinión y de la clase política que le mostró afecto y lealtad. Ese contingente político se hacía más explícito y beligerante a medida que avanzaba el gobierno de Alberto Lleras y Rojas Pinilla insistía en regresar. Además, diferentes sectores de los partidos tradicionales, encabezados por los laureanistas, presionaron al gobierno por una solución definitiva a la amenaza rojista. Este encontró una fórmula jurídicamente adecuada: el general Rojas sería juzgado por los crímenes políticos cometidos durante su dictadura, pero ese proceso debería estar a cargo del Congreso de la República, institución constitucionalmente designada para juzgar a los mandatarios.

El 7 de septiembre, a un mes de posesionado Alberto Lleras, el representante Uribe Prada presentó acusación formal. Dos semanas después, una Comisión Nacional Investigadora solicitó formalmente al Congreso que presentara cargos contra el exdictador. La Cámara de Representantes, por mayoría, decide formular acusación contra el general Rojas Pinilla por abuso de poder, enriquecimiento ilícito y obstrucción a la Ley y la Constitución Nacional. Desde antes de llegar a Colombia, el derrocado dictador planteó el juicio como un debate político a los partidos tradicionales, a la clase política y al sistema del Frente Nacional. Su arribo al país en octubre de 1958 caldeó los ánimos y dejó entrever que el proceso no sería, como lo creían los partidos y el gobierno, una fórmula rápida y sencilla para desembarazarse de la amenaza rojista y fortalecer la coalición.

El fantasma del golpe militar, real o ficticio, nuevamente rondó la estabilidad del Frente Nacional. El 3 de diciembre los colombianos se despertaron con un comunicado de la presidencia de la República en el cual se anunciaba: «Bajo la dirección personal del general Rojas Pinilla, en conexión con elementos retirados de las Fuerzas Armadas y grupos de antiguos funcionarios de la dictadura y elementos antisociales, se adelanta un movimiento subversivo.» La verdad sobre esta conspiración no ha sido aún establecida, ya que efectivamente los elementos rojistas, hasta que no entraron de lleno por las vías electorales, buscaron el poder impulsando un proyecto político de alianza entre las Fuerzas Armadas y «el pueblo», encabezado por el exdictador. En todo caso, el hecho es que los dirigentes rojistas fueron encarcelados (el propio Rojas Pinilla fue recluido en una fragata en el Caribe). El gobierno decretó el estado de sitio, hecho que le imprimió más espectacularidad y expectativa al juicio que debería iniciarse el mes siguiente.

A finales de enero de 1959 comenzó el juicio. Después de la presentación de las acusaciones y del interrogatorio, el general Rojas inició su defensa. Hábilmente, los descargos tomaron un rumbo distinto al de contradecir directamente las acusaciones, que estaban bien sustentadas, trastocándose los papeles, ya que el enjuiciado pasó a ser el sistema político colombiano y el Frente Nacional. El exdictador atacó a Laureano Gómez, a los dos partidos tradicionales, a los acuerdos bipartidistas, a los dirigentes liberales por sus vínculos con la guerrilla, y a todo el establecimiento. Adicionalmente, Rojas desautorizó a los congresistas, trayendo a cuento que muchos de ellos habían sido colaboradores de su gobierno y que, por lo tanto, debería se tratados como coautores de los delitos que se le imputaban.

La parte más espectacular del juicio se presentó cuando el general anunció que haría revelaciones sobre los autores intelectuales y políticos de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Aunque nunca llegó a formular acusaciones concretas, la intervención desde las barras de la viuda de Gaitán, acusando a los congresistas presentes y pidiendo a Rojas la información que decía poseer, a lo que sumó el manejo poco político que le dio la mesa directiva al incidente, dejaron en algunos sectores de la opinión dudas e incertidumbre.

Todo esto fue inclinando a favor del exdictador los dividendos políticos del proceso. En sentencia del 3 de abril, los parlamentarios, por mayoría, declararon culpable a Gustavo Rojas Pinilla, despojándolo de todos sus derechos civiles y políticos, y ordenando las investigaciones penales a que hubiera lugar.

Los resultados políticos del debate parlamentario, aunque no fueron desfavorables para el gobierno, tampoco le representaron impacto entre la opinión pública. El juicio sirvió de plataforma política para el relanzamiento de Gustavo Rojas Pinilla a la vida pública y como origen de uno de los grupos opositores que más dolores de cabeza le trajo al Frente Nacional: la Alianza Nacional Popular (ANAPO). La posterior sentencia de la Corte Suprema de Justicia restituyéndole los derechos civiles al acusado cuestionó aún más el procedimiento.

El gobierno puso a consideración de las cámaras dos proyectos claves para el futuro de la coalición bipartidista: la segunda vuelta de la reforma constitucional que instauraba la alternación presidencial por un período de dieciséis años y la reforma de las facultades de excepción bajo el estado de sitio, contemplada en el artículo 121 de la Constitución Nacional de 1886. El primero de ellos era vital, por cuanto de su aprobación dependía el establecimiento definitivo de las instituciones de coalición.

Las sesiones ordinarias del Congreso, en 1959, ilustraron por primera vez las dificultades políticas que afrontaría el sistema del Frente Nacional durante gran parte de su vigencia. El primer escollo lo representó la división de los partidos y primordialmente del partido conservador. Este partido se encontraba escindido en cinco grupos distintos —los laureanistas, los ospinistas, los alzatistas, los seguidores de Jorge Leyva y los de Guillermo León Valencia— que competían entre sí por el control de la colectividad con el propósito de convertirse en socios conservadores del gobierno liberal y en sus posibles herederos. Esta división planteaba al presidente Lleras el problema de seleccionar un patrón de colaboración política en el ejecutivo capaz de aglutinar el respaldo suficiente en el legislativo para poder gobernar. La decisión de aceptar al sector laureanista como el vocero del conservatismo le granjeó la oposición de los otros sectores, con excepción de Valencia, que se mantenía fiel al acuerdo frentenacionalista.

El gobierno necesitaba el voto favorable de las dos terceras partes de los congresistas para poder aprobar sus iniciativas, tal como había quedado contemplado en la reforma constitucional plebiscitaria de 1957. Los ospinistas y alzatistas inicialmente se opusieron a la reforma como un procedimiento táctico para mejorar su poder negociador frente al gobierno y para acumular el respaldo de algunos sectores conservadores, con miras a la elección parlamentaria de 1960. El gobierno y el oficialismo conservador tuvieron que hacer uso de todos los instrumentos de persuasión a su alcance, desde la amenaza de persecución burocrática hasta el llamado patriótico, para aglutinar la mayoría de las fuerzas conservadoras en favor de la iniciativa de la alternación. Después de dilatados debates, la modificación constitucional que consagrara la alternación fue aprobada, quedando así culminado el proceso de definición institucional del Frente Nacional.

Un aspecto a destacar del debate en torno a la alternación es que sirvió como contexto y escenario para el lanzamiento del liderazgo de Alfonso López Michelsen dentro de la facción liberal que llegaría a constituir el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL). Desde 1958 López Michelsen venía planteando su oposición al sistema de coalición y particularmente al aspecto de la alternación que consideraba fundamentalmente antidemocrático. Al escribir sobre la alternación diría:

La oposición del naciente líder liberal tuvo una importante repercusión entre las huestes de su partido, especialmente en los sectores rurales donde la violencia había tenido sus más cruentas manifestaciones, y en un grupo pequeño de parlamentarios simpatizantes que le hizo eco en las corporaciones públicas. El debate de la alternación deja al Movimiento de Recuperación Liberal, primer nombre del MRL, en una situación favorable para iniciar las batallas electorales en 1960, esgrimiendo las banderas de un liberalismo popular antifrentenacionalista.

Una vez concretados los acuerdos de convivencia pacífica del Frente Nacional, con la consecuente distribución del poder político y los cargos públicos, muchas de las motivaciones burocráticas, sectarias o de autodefensa, de los antiguos enfrentamientos, dejaron de tener sentido, abriendo una vía para la reinserción de los guerrilleros a la vida política activa y legal. Pero esto no fue suficiente. Para importantes dirigentes y grupos campesinos liberales los acuerdos de coalición bipartidista no eran una respuesta a su lucha de años, puesto que no resolvía las raíces mismas del problema. Los acuerdos no devolvían las tierras perdidas, o resucitaban a los muertos caídos en la lucha contra la represión, o garantizaban sus derechos de colonos frente al terrateniente.

Los factores políticos e ideológicos mencionados se sumaban a los de carácter sociológico. La llegada de una segunda generación de campesinos guerrilleros a las armas, golpeados desde su infancia por el espectro de las matanzas de familiares introducía la venganza como un factor de legitimación para la continuidad de su lucha. A todos estos factores habría que agregar el papel de incitadores de la violencia que jugaron algunos de los jefes políticos regionales y locales que, si bien compartían formalmente la ideología frentenacionalista, utilizaban su influencia sobre los grupos armados como un instrumento importante de control político sobre el electorado.

Es en este contexto donde aparece el bandolero. La disolución de las estructuras de integración de los grupos armados a los proyectos partidistas de carácter nacional, el conflicto entre un campesinado armado y una élite que deslegitimizó su lucha, son los principales factores que hacen que la guerrilla se fragmente en grupos cada vez menos ideologizados y más violentos, cuyas acciones muestran crecientes connotaciones de delincuencia común. Son los bandoleros, conocidos por sus alias «Chispas», «Sangrenegra», «Melco», «Desquite», «El Mosco», «Capitán Venganza», etc. Pero al lado de estas formas particulares de violencia rural subsisten organizaciones de autodefensa campesina, cuya misión es luchar por los derechos sobre la tierra y aglutinar la solidaridad entre los pequeños productores rurales, primordialmente en las zonas de colonización. Estos últimos, que se ubican sobre todo en la región del Sumapaz, la provincia del Tequendama y el sur del Tolima y el Huila, también cuentan con alguna capacidad militar, pero no son propiamente grupos armados permanentes.

El gobierno de Alberto Lleras Camargo adoptó desde el comienzo un modelo de pacificación orientado por un diagnóstico dual en el que se diferenciaban los guerrilleros de los bandoleros, estableciendo una terapia de reinserción para los primeros y de represión para los segundos.

La estrategia de pacificación quedó claramente definida en los planteamientos presidenciales:

Estas iniciativas se tradujeron en la creación de la Comisión Interministerial de Rehabilitación encargada de coordinar el componente de gasto público del programa de pacificación. Posteriormente, a finales de noviembre de 1958, se expidió un decreto que ordenaba la suspensión de acciones penales a los delincuentes políticos que lo solicitaran y que no hubieran infringido la ley después del 15 de octubre del mismo año. Esta medida equivalía a una suspensión condicional de procesos, sujeta a la no reincidencia de los favorecidos. Complementariamente, se establecieron una especie de tribunales especiales para dirimir los conflictos creados por la usurpación de tierras y bienes durante la violencia, y para restituirle a los desalojados sus propiedades.

Desde diferentes sectores del partido conservador se cuestionaban esencialmente los instrumentos de perdón para los «delincuentes políticos» y se argumentaba cierto favoritismo del gobierno para y con los exguerrilleros liberales. Según los laureanistas, una vez pasaron a la oposición, la actitud benevolente del gobierno era un factor que agudizaba la violencia política por cuanto permitía la impunidad de los criminales, por lo que se pedía mano dura por parte de las fuerzas armadas como única salida para superar el desestabilizador impacto de la persistencia de las luchas rurales. El gobierno, que defendía un delicado equilibrio político bipartidista, buscó un acomodo que lo obligó a hacer cada vez más concesiones a los partidarios de la línea dura.

El conflicto entre un modelo conciliador y un modelo militarista termina resolviéndose ambiguamente en favor del segundo.

La campaña en contra del esquema inicial obligó al presidente Lleras a dar marcha atrás menos de un año después de tomadas las primeras medidas. Las autoridades expiden en mayo de 1959 un nuevo decreto que elimina los beneficios de la suspensión de penas y procesos para los protagonistas de la «delincuencia política». Alberto Lleras anuncia, en la instalación de las sesiones ordinarias del Congreso de ese mismo año, que, por razones fiscales, los recursos destinados a la gestión de rehabilitación se reducirán, al tiempo que se le dará una mayor preponderancia a las operaciones militares en las zonas de violencia.

Hacia el final del gobierno de Alberto Lleras se había logrado integrar a un número importante de líderes guerrilleros a la vida civil y política, aunque varios fueron asesinados una vez salieron de la clandestinidad. A pesar de ello, persistían importantes organizaciones de autodefensa campesina, temporalmente desmovilizadas en algunas regiones, la mayoría con lazos activos con el partido comunista.

Para 1961, a pesar del viraje sentido en la política de orden público de Alberto Lleras, la derecha reclamaba más represión, siendo su principal ideólogo Álvaro Gómez Hurtado: El líder conservador diría en un debate político:

Las organizaciones laborales y estudiantiles jugaron un papel significativo en la desestabilización del régimen dictatorial de Rojas Pinilla, y contribuyeron a la consolidación de los sectores civiles que dieron origen al Frente Nacional. Este consenso duraría bien poco, de manera que la oposición sindical y universitaria se convirtió en una de las fuentes de inestabilidad más difíciles de superar para el gobierno de Alberto Lleras.

El gobierno tuvo que enfrentar una larga y continua prostitución y cadena de problemas laborales, que se inicia a mediados de 1959 con la huelga de los empleados bancarios. Las dificultades arrancaron con la intervención del gobierno en el conflicto, el cual amenazó con convertirse en una dilatada suspensión de actividades, ya que la mediación de las autoridades fue incapaz de poner fin a las diferencias. Ante la inminencia de la huelga, el gobierno decide declarar el sistema bancario como un servicio público e imponer el arbitramento obligatorio. Después vino el conflicto en el Ingenio Riopaila, que se extendió a toda la industria azucarera, a la industria textil, las llantas y hasta el transporte aéreo.

Un factor que contribuyó al alto nivel de agitación sindical fueron los propios hechos ocurridos dentro de las organizaciones laborales. La campaña desatada contra el sindicalismo comunista culminó en una purga en la Confederación de Trabajadores de Colombia —CTC—, de inspiración liberal, de aquellos sindicatos dominados por líderes marxistas, quienes crearon su propia central, la Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia —CSTC—, la cual no fue reconocida por el gobierno en su momento. Con esta división se reactiva la confrontación entre las corrientes bipartidistas y comunistas por el dominio del movimiento obrero-sindical en el país.

En la misma dirección se desarrollan las relaciones entre las organizaciones de estudiantes universitarios y los gobiernos del Frente Nacional. Para entender el proceso ocurrido en la universidad es necesario tener en cuenta los cambios sufridos por ésta en la década de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Entre 1950 y 1962 se produjo una fuerte expansión de la matrícula universitaria, cercana al 100%, alcanzando para ese último año la nada despreciable cifra de 27 000 estudiantes a nivel nacional. Además, la composición social del sistema universitario cambió sustancialmente con el ingreso de significativos grupos de estudiantes provenientes de las clases medias. Esta expansión acelerada, sumada a la recomposición social de sus bases, harán de la universidad un fértil terreno para el surgimiento de nuevas formas de pensar y de actuar en la política.

La influencia de la Revolución cubana, la agitación antifrentenacionalista llevada a cabo por el MRL y los grupos de izquierda, la oposición al deterioro de la situación socioeconómica y la influencia creciente del pensamiento radical, confluyen para crear un ambiente de confrontación con el establecimiento, que se traduce en innumerables actos de protesta contra el gobierno de Alberto Lleras, quien responde en varias ocasiones utilizando medidas coercitivas. El divorcio entre el sistema de la coalición bipartidista y las masas estudiantiles se convertirá con el tiempo en una fuente de inestabilidad política, no solo por los problemas de orden público directamente ligados a los predios universitarios, sino también por la influencia del pensamiento y el liderazgo estudiantil sobre la insurrección rural colombiana.

Las elecciones a cuerpos colegiados de 1960, en las que se escogerían concejales, diputados y representante a la Cámara, eran una verdadera «prueba diabólica» en la que el Frente Nacional se jugó su estabilidad y su futuro. La importancia de este proceso electoral radicaba en que se medía el grado de respaldo y apoyo popular al experimento de la colación bipartidista, por primera vez desde que se iniciara el gobierno de Alberto Lleras. Además, la confrontación entre las facciones rivales de los dos partidos permitiría establecer dónde residía la vocería legítima de las colectividades y cuál el desarrollo relativo de la fuerza de cada uno de los grupos. En el caso del partido conservador, esta faceta tenía especial importancia ya que posicionaría a los distintos grupos para la confrontación en torno a la candidatura presidencial para el período 1962—966. Por último, para el MRL la contienda electoral significaba la primera evaluación del alcance político de sus planteamientos y de su capacidad de penetración de las bases liberales.

El diseño institucional del Frente Nacional convirtió todos los procesos electorales, a partir de 1958, en una fuente de inestabilidad política. El mecanismo por el cual se dividían los cargos legislativos disponibles implicaba una restricción para toda nueva corriente política dentro de un partido, por cuanto la obligaba a crecer a costa del mismo. El mecanismo alimentaba el faccionalismo y la división interna de los partidos, además de que impedía constitucionalmente la expresión política de las corrientes antagónicas al acuerdo de coalición.

Los conservadores estaban divididos en tres para esta coyuntura electoral. En la competencia se encontraban una coalición de alzatistas y ospinistas, que le hacía oposición al gobierno; los laureanistas, que participaban en la administración; y los seguidores de Jorge Leyva, que se oponía al conjunto del sistema frentenacionalista. Los laureanistas basaron su campaña en la fidelidad a los acuerdos bipartidistas, afirmando que un voto a favor de su grupo era por la coalición. Por otra parte los ospinistas, que habían tenido una participación ambigua en el gobierno, escogieron el camino de la oposición con el ánimo de captar el descontento conservador con el régimen y con el gobierno.

En el campo liberal, el MRL, planteó una oposición abierta al sistema del Frente Nacional y a las realizaciones del gobierno, ofreciendo un programa alterno basado en una serie de reformas sociales recogidas en la sigla SETT —Salud, Educación, Techo y Tierra—. Así, Alfonso López Michelsen definió a su grupo como el verdadero heredero de la estirpe popular dentro del liberalismo.

Los resultados de la contienda electoral fueron ampliamente favorables para los sectores liberales y conservadores que se había colocado en la oposición. El grupo del MRL obtuvo cerca de la cuarta parte de la votación liberal, cifra muy significativa para un sector que nunca antes se había asomado a las elecciones. Este caudal electoral le significó el control de 20 de las 76 curules asignadas al liberalismo en la Cámara de Representantes. Los ospinistas lograron el favor de un poco más del 55% de los votos conservadores, aproximadamente 600 000 sufragios, mientras que los laureanistas solo movilizaron algo más de un tercio del total de los electores de su partido. Agregando la votación de todos los grupos oposicionistas se encuentra que más del 40% de los electores manifestaron su desacuerdo con los programas de gobierno del Frente Nacional o con la continuidad del sistema mismo. Este resultado deja protocolizado el comienzo de una progresiva descomposición política de la coalición bipartidista.

Las consecuencias políticas inmediatas del proceso electoral fueron una crisis de confianza del sistema, que volvió más vulnerable al presidente Lleras Camargo, y la necesidad de un replanteamiento profundo de las relaciones de colaboración con los distintos grupos conservadores. Los laureanistas aceptan la derrota, abandonan el gobierno y pasan a la oposición, dejando el campo libre para la recomposición del gabinete. Los ospinistas, que habían mantenido una posición crítica frente a las ejecutorias de la administración, pronto dejan de lado sus objeciones y entran gustosos a representar al conservatismo en el gobierno y a controlar el partido.

En el campo liberal, el éxito de los insurgentes representa un cuestionamiento de sus directivas. El avance del MRL significó la consolidación de una alternativa de izquierda dentro del partido, por donde se encausaría todo un segmento popular y democrático que tradicionalmente siempre ha acompañado al liberalismo. La presencia de ese esfuerzo renovador le permitió al partido liberal mantener y proyectar hacia el futuro su afinidad con las tesis socialdemócratas, consecuentemente son su herencia reformista.

Un aspecto conflictivo que puso de presente el proceso electoral de 1960 era el de la «ingobernabilidad» del sistema frentenacionalista, tal como fue concebido en 1957.

Las iniciativas gubernamentales requerían para su aprobación del voto favorable de las dos terceras partes del Senado y Cámara. La aprobación de un proyecto de ley implicaba lograr el consenso de las dos terceras partes de los parlamentarios. Alcanzar semejante nivel de acuerdo, en unas corporaciones donde estaba representada toda una gama de intereses políticos, era prácticamente imposible sin entrar en un lento proceso de transacciones, en la que la idea original quedaba desvirtuada por completo o se le ponían tal cantidad de considerandos que hacían imposible su aplicación práctica. En muchos de los casos el Congreso solo producía leyes inocuas, puesto que una minoría de un tercio podía paralizar toda iniciativa.

Los laureanistas, que se encontraban en la oposición, tenían 28 curules en el Senado, de las ochenta que le correspondían a los conservadores, mientras que los ospinistas, que colaboraban con el gobierno, solo tenían doce. En la Cámara, los ospinistas y alzatistas tenían 39 curules y los laureanistas 37, al tiempo que el MRL controlaba 20 representantes. De esta forma se encuentra que la oposición manejaba el 37% de la Cámara y cerca del 35% del Senado, dejando al gobierno con algo menos de las dos terceras partes para poder aprobar las leyes.

La situación se hizo cada vez más difícil a medida que la decisión sobre la candidatura conservadora se hacía inminente, lo que exacerbaba la pugnacidad entre las facciones conservadoras rivales.

La iniciativa de reforma agraria surge como una respuesta político-ideológica del establecimiento frentenacionalista a una serie de retos internos y externos que afrontaba el sistema. El primero de ellos lo constituía el avance de los sectores oposicionistas al régimen —el partido comunista, las agrupaciones de izquierda y especialmente el MRL— sobre el control político de las comunidades campesinas. En segundo lugar, la vocación explícita del Frente Nacional por el cambio social requería una propuesta que le imprimiera credibilidad a su capacidad de actuar por la justicia social. Además, la promesa de una redención social del campesino, mediante la redistribución de tierras, hacía parte del proyecto de pacificación de la administración Lleras. No sobra mencionar que la Revolución cubana, y su posible difusión hacia otros países de la región, actuaban como un aliciente para que la clase dirigente colombiana encontrara atractivo el proyecto de promover un cambio social controlado en el agro.

La propuesta de reforma agraria del gobierno es un caso que ilustra bien la inflexibilidad ante el cambio de las instituciones del Frente Nacional.

De todos los sectores políticos surgieron proyectos de ley para establecer la reforma agraria.

En 1960 cursaban en el Congreso nueve proyectos distintos y a la opinión pública se le habían ofrecido por lo menos cinco propuestas más originadas en los gremios agrarios y ganaderos. Después de prolongadas sesiones se aprobó una versión de reforma agraria que acomodaba gran parte de los intereses en juego pero desvirtuaba los instrumentos reformistas de manera que los hacía prácticamente inocuos.

Sin embargo, no se dotó al sistema con un instrumental apropiado para transformar la estructura de la propiedad rural, pero sí se obtuvo el impacto político-ideológico deseado. El Frente Nacional podría esgrimir en las plazas públicas el texto de la ley como la prueba y garantía de su alegada vocación por el cambio social.

Los grandes rasgos que caracterizaron el gobierno del presidente conservador Guillermo León Valencia fueron la inestabilidad política y la crisis económica generalizada.

Las dificultades de Valencia comienzan desde el momento mismo en que se enfrenta a la oposición para conseguir el poder.

Desde 1961 se inicia la discusión sobre el candidato conservador que habrá de suceder a Alberto Lleras en la presidencia de la República durante el siguiente cuatrienio. Un año antes se consideró la candidatura de Gilberto Alzate Avendaño pero este falleció.

El problema era encontrar un nombre con la capacidad de aglutinar el mayor número de electores conservadores, al tiempo que debería ser suficientemente atractivo para los votantes liberales, ya que el oficialismo de ese partido veía amenazada su hegemonía ante la fuerza demostrada por la disidencia antifrentenacionalista acaudillada por Alfonso López Michelsen.

El anuncio de la convención nacional del MRL, en el sentido de que sometería a consideración del electorado un candidato liberal, le imprimía un factor de inestabilidad y perturbación al desenvolvimiento del pacto de alternación, situación que se haría aún más dramática si el conservatismo llegaba excesivamente fragmentado a las urnas. A este factor hay que añadirle la aparición de la candidatura anapista de Rojas Pinilla. El sistema corría el riesgo de que la oposición liberal y rojista truncara el proceso de sucesión acordado desde 1958, y por ende llevara a la crisis a todo el esquema institucional del Frente Nacional.

El mecanismo de selección se empieza discutir a mediados de 1961 mediante la convocatoria a una serie de «conferencias de unión» en las que se esperaba llegar a fórmula aceptables para todos. Pero la evidente vocería que había adquirido el ala ospinista dentro del partido conservador hacía irreversible su liderazgo dentro del proceso de escogencia, lo que a su vez impulsó al laureanismo a abstenerse de participar y a colocarse en la oposición. El acuerdo alcanzado entre alzatistas y ospinistas con el liberalismo, definió que sería una convención de esos dos grupos conservadores la que elaboraría una lista de cinco nombres para que de allí los dirigentes liberales escogieran el que aceptaban respaldar. La lista estaba conformada por Guillermo León Valencia, José Antonio Montalvo, Hernando Sorzano, Augusto Ramírez Moreno y José María Bernal. Naturalmente el candidato fue Valencia, ya que era la alternativa con mayor respaldo dentro de la convención, y quien, además, tenía la gratitud del liberalismo y del presidente Lleras Camargo por su apoyo a la gestión del gobierno. Pero esta escogencia no pareció aceptable para el laureanismo, que mantuvo sobre el tapete las precandidaturas de Belisario Betancur y Alfredo Araújo.

En las elecciones parlamentarias de marzo de 1962 el laureanismo fue ampliamente derrotado, circunstancia que significó el retiro de las candidaturas de Betancur y Araújo, y el fortalecimiento de Valencia dentro de su propio partido. Pero de otra parte, los dos grupos políticos que se oponían doctrinariamente a la coalición, la ANAPO y el MRL, lograron avances político-electorales bien significativos. La disidencia incrementó su participación en la votación liberal del 21,5% en 1960, al 35% dos años después, lo que le permitió controlar 33 sillas en la Cámara de Representantes, 13 más que en la jornada anterior, y 12 curules en el Senado donde antes contaba con ninguna. De la misma forma, la ANAPO hizo un debut importante al lograr dos senadores y seis representantes.

El voto en contra del Frente Nacional había pasado de representar el 16,5% del electorado en 1960 al 23,5% en 1962, y los opositores a la coalición obtuvieron el importante logro político de convertirse en movimiento de alcance nacional.

Pero la verdadera medida del sentimiento de debilidad que embargaba a la coalición era su respuesta institucional a las candidaturas de López y Rojas. Apelando a los códigos, las autoridades determinaron que la inscripción de López como candidato no podía ser aceptada dada su condición de liberal, y que la del exdictador era inconstitucional, razón por la cual sus votos deberían ser contabilizados como nulos. Pero el efecto fue precisamente inverso al deseado. Las argumentaciones y obstáculos legalistas contra las candidaturas de oposición sirvieron más para alimentar la imagen represiva y excluyente del Frente Nacional que para aliviar efectivamente sus temores de una potencial ruptura del esquema.

Las elecciones presidenciales terminaron favoreciendo al candidato frentenacionalista, que obtuvo 1 640 000 votos, aproximadamente el 62% del total. Pero los candidatos de la oposición, Alfonso López Michelsen, Gustavo Rojas Pinilla y Jorge Leyva, lograron cerca del 38% del respaldo electoral, cifra que es bien significativa, por cuanto representa un incremento de 15 puntos porcentuales en la proporción de votos contra el sistema. Además de ello, la abstención electoral fue considerable, situación que deslegitimó aún más los comicios. De esta forma, el segundo presidente del Frente Nacional arrancaba su gobierno debilitado por unos resultados electorales que ponían en duda la calidad democrática de su mandato, con una rama legislativa en la que ya no poseía el poder político suficiente para legislar, con su propio partido escindido y, para colmo de males, con una economía en bancarrota.

El proyecto político de Guillermo León Valencia era un modelo ambiguo. A diferencia de Alberto Lleras, el presidente Valencia no poseía una concepción elaborada y particular sobre la orientación que quería imprimirle al Estado, al proceso político y al sistema de coalición.

La debilidad electoral demostrada por el presidente lo llevó a diseñar un nuevo esquema de colaboración bipartidista. La innovación, denominada la «milimetría», que consistía en repartir la administración pública a todos los niveles de acuerdo a la correlación de fuerzas de los distintos sectores políticos en los cuerpos colegiados.

Pero el rasgo distintivo del proyecto político de Valencia era su concepción del problema de la insurrección armada. El gobierno replanteó por completo el modelo de la administración anterior para lidiar con el fenómeno de la violencia política, que mal que bien había intentado ponderar el componente del diálogo y la reinserción sobre el de la represión militar. Inspirado en las tesis de Álvaro Gómez Hurtado y los planteamientos del general Alberto Ruiz Novoa, el presidente Valencia encuadró los conflictos domésticos en el contexto de la confrontación Este-Oeste, es decir, entre la democracia liberal y el comunismo, y se propuso eliminar las manifestaciones domésticas de esa ideología. Era la versión criolla de la «ideología de la seguridad nacional», que determinaría con mayor o menor intensidad el manejo del conflicto entre el Estado y los alzados en armas.

Antes de transcurridas tres semanas de posesionado, el presidente anunció que solicitaría al Congreso facultades extraordinarias para administrar el problema de orden público. El objetivo de esas disposiciones no era otro que fortalecer la capacidad represiva del Estado, suspender algunas de las garantías procesales para delitos políticos, reformar la estructura de las fuerzas armadas y ampliar las disponibilidades de recursos para la adquisición de material bélico. Esta petición era fiel reflejo de su intención de fortalecer el aparato militar como recurso de poder político, situación que se hizo evidente cuando, por encima de dos generales de mayor graduación, colocó de ministro de Guerra a Ruiz Novoa, excomandante de las tropas colombianas en Corea y defensor de un papel activo de las fuerzas armadas en el proceso político.

La situación económica, hacia el final de la administración de Alberto Lleras, se hizo evidentemente crítica. Desde la segunda mitad del gobierno de la «Restauración Nacional» las consideraciones políticas pesaron más que las técnicas en el manejo de la política económica, de manera que se abandonó la idea de realizar un ajuste de las finanzas públicas y fortalecer el sector externo. El descenso de las reservas internacionales, debido a los bajos precios del café y a la evidente revaluación de la moneda, se volvió cada día más crítico, amenazando con traducirse en una crisis cambiaria generalizada.

La situación no daba espera y el gobierno de Valencia, a los pocos meses de su mandato, se vio en la obligación de tomar medidas cambiarias y monetarias inaplazables.

El déficit fiscal tenía prácticamente paralizada la administración pública, plagada de huelgas por incumplimiento de salarios, y la inversión estatal era prácticamente inexistente. En el frente externo las reservas internacionales estaban casi agotadas y era urgente detener su desangre, lo cual era imposible sin un crédito condicionado (en espera) otorgado por el Fondo Monetario Internacional —FMI—. Todo ello llevó al gobierno a buscar la autorización del Congreso para aplicar una devaluación masiva recomendada por el FMI a finales del año, la cual se decidió el 6 de noviembre y fue rechazada por la mayoría de los sectores económicos.

El siguiente año, 1963, el ajuste fiscal aceleró el desempleo; la reducción de las importaciones disminuyó el ritmo de la actividad económica; la devaluación disparó la inflación, y la ausencia de inversión pública acentuó el empobrecimiento de las nuevas masas urbanas producto de la migración.

El desempleo y la inflación desataron una activa movilización sindical que buscaba ante todo recuperar el rezago de los salarios frente a la cascada de alzas en los bienes de consumo. El crecimiento en el índice de precios pasó de 4,3% en el año de 1962 a 27,2% en 1963.

A la agitación en la dimensión laboral se suma la presión patronal. Los gremios empresariales se ven afectados por la política de austeridad.

En febrero de 1963, una asamblea extraordinaria del gremio cafetero amenazó con la promoción de un paro cívico nacional, el cual fue desactivado por el gobierno apelando al expediente de hacer concesiones en materia de política cafetera. Las consecuencias políticas empiezan a sentirse. En mayo, el líder de la ANAPO organiza una serie de movilizaciones populares urbanas, aprovechando la situación de descontento, que pretenden desestabilizar al gobierno y aun promover su caída. Las manifestaciones culminan en disturbios bastante generalizados en las principales ciudades con un saldo importante de heridos.

El descontento popular y los problemas de orden público siguen incrementándose paralelamente con el deterioro de las condiciones socioeconómicas. A mediados del año coincidieron amplias movilizaciones de los estudiantes con una exacerbación de las luchas sindicales creando una situación política particularmente delicada, la cual debilitó aún más al gobierno, llevándolo a recurrir cada vez con más énfasis al poder disuasivo de la represión armada para poder recuperar algo de estabilidad. Siendo los problemas de orden público la amenaza más directa al régimen, el presidente respondió ampliando el espacio de injerencia política para las fuerzas armadas y, desde luego, el poder de su ambicioso ministro de Guerra.

Las elecciones parlamentarias de 1964 mezclan dos luchas distintas. La primera, la confrontación por la ampliación del espacio político y el poder parlamentario de cada uno de los grupos; y la segunda, estrechamente ligada a la anterior, la competencia por la presidencia para el período siguiente, que correspondería, según lo dispuesto en el acuerdo de coalición al partido liberal. Aunque en el pasado el proceso de decisión sobre candidaturas estuvo ligado a la correlación de fuerzas que se expresara en las elecciones de «mitaca» (en Colombia: cosecha intermedia), en 1964 se presentó el fenómeno particular de que los grandes jefes del liberalismo lanzaron a Carlos Lleras Restrepo dos meses antes de los comicios parlamentarios.

Del lado de la oposición liberal las cosas tampoco eran fáciles. En primer lugar, el MRL sufre el impacto de la candidatura de Carlos Lleras que, por su prestigio dentro del partido, arrastra algunos de los líderes de la disidencia. Adicionalmente, un conflicto que estaba latente dentro del Movimiento Revolucionario Liberal desde su inicio, y que expresa bien su sigla —es decir la contradicción entre reforma y revolución como modelo político— es aprovechado por algunos líderes encabezados por Álvaro Uribe Rueda para plantear una disidencia al liderazgo de López Michelsen. Nacen entonces la «línea dura», que en alianza con el partido comunista defiende la vía revolucionaria, y la llamada «línea blanda», que se apega a las banderas del reformismo democrático y el liberalismo popular, que inspiraron desde su inicio la vida del movimiento. La alternativa de la revolución armada también se llevó algunos de los efectivos jóvenes del MRL, que, bajo la influencia del pensamiento revolucionario de Fidel Castro y del «Che» Guevara, optaron por la guerrilla como instrumento de lucha política.

La consolidación de la ANAPO también representa un reto para el MRL y para el bipartidismo tradicional. El lenguaje llano y populista del general Rojas le abre las puertas de las masas urbanas que, recién llegadas a las ciudades, encuentran en la sencilla «dialéctica de la panela» una expresión para su descontento con la situación social y económica.

Los resultados de las elecciones parlamentarias pusieron de presente la magnitud de la abstención electoral, lo que fue interpretado, con razón, como una sanción política al gobierno y al sistema del Frente Nacional. Mientras que en la «mitaca» de 1960 el 61% de los potenciales votantes se abstuvieron, en 1964 esa cifra se elevó a cerca del 70%. Los más desfavorecidos con la abstención fueron los grupos fieles a la coalición bipartidista, por cuanto la oposición, MRL y ANAPO, logró incrementar su fuerza político-electoral al pasar del 23,2% de la votación total, en 1960, al 30% en ese año. Este avance se tradujo en que el número de curules en la Cámara, en poder de los adversarios del Frente Nacional, pasa de 39 a 58.

En el campo del MRL los resultados favorecieron a la «línea blanda», que muestra una evidente superioridad sobre el ala radical, aunque la división parecer haber afectado el dinamismo electoral del movimiento. El gran triunfador de la jornada fuel general Rojas por cuanto su grupo político logra impresionantes avances políticos. Las cifras son elocuentes. La votación de la ANAPO creció en 158% respecto a la de 1962 y su fuerza parlamentaria lo hizo en 350%. La «Alianza» se enraizó entre el electorado popular urbano que hasta la fecha no había empezado a hacer su irrupción en la vida política colombiana. Las ciudades fueron a partir de ese momento la audiencia más propicia para la campaña del general Rojas.

El fortalecimiento relativo de la oposición en el Congreso de 1964 permitió que la ANAPO y el MRL actuaran de contrapeso decisivo en el debate de cualquier iniciativa legislativa del gobierno, y que además tuvieran la capacidad suficiente para obstruir el normal desempeño de las deliberaciones de las cámaras.

Dentro del proyecto político del presidente Valencia figuraba en lugar destacado el enfrentamiento y extinción de la violencia rural. Según este proyecto el papel de las fuerzas armadas debería centrarse más en luchar contra el enemigo interno, el comunismo, que prepararse para desactivar las remotas posibilidades de una agresión extraterritorial.

El general Ruiz Novoa, primer ministro de Guerra del presidente Valencia, es un oficial innovador que se convierte en el impulsor de las acciones cívico-militares orientadas a neutralizar ideológica y militarmente a la guerrilla, a través del llamado «Plan Lazo». Los dos objetivos de su gestión fueron erradicar el bandolerismo y las «repúblicas independientes», pero los acontecimientos de protesta que suscitan la crisis económica le entregan funciones decisivas en la represión del descontento y en la defensa de la estabilidad del régimen. Ese sobredimensionamiento político de las fuerzas armadas se expresa en las continuas intervenciones públicas del ministro de Guerra que adquiere un liderazgo dentro de la administración que se extiende más allá de los aspectos estrictamente castrenses.

Los bandoleros, arrinconados políticamente y descalificados como bandidos por prácticamente todo el espectro partidista, sufrieron la ofensiva final por parte de las fuerzas militares. Entre 1963 y 1965 desaparecieron, por la efectividad de las armas o las recompensas oficiales, los últimos líderes bandoleros. La muerte de Efraín González Téllez en junio de 1965 cierra un ciclo de cerca de seis años de actividad bandolera. De la lucha contra la delincuencia rural organizada se pasa a la guerra contra las «repúblicas independientes», que en parte se justifica asimilando el bandolerismo a la organización y la autodefensa campesina. Paralelamente, con el nacimiento de un nuevo ejército se consolidaba una variante de insurgencia guerrillera antes desconocida. Los enfrentamientos con las organizaciones campesinas impulsaron la reactivación de los grupos guerrilleros rurales, que ante la ofensiva decidieron optar por el camino de la lucha permanente. Concretamente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) surgen de esa coyuntura y de la toma militar de Marquetalia en el primer semestre de 1964. Pero los grupos guerrilleros también se gestarán al calor de la lucha estudiantil y de la inspiración de la Revolución cubana. En 1965 inicia operaciones el Ejército de Liberación Nacional (ELN), de inspiración castrista, que ve reforzada su capacidad ideológica con el posterior ingreso del padre Camilo Torres Restrepo. Entre 1964 y 1965 se gesta el Ejército Popular de Liberación (EPL), como producto de un rompimiento interno del partido comunista. Estos grupos armados revolucionarios son una manifestación política bien distinta a los guerrilleros campesinos liberales y comunistas del decenio de los 50.

El 10 de diciembre de 1964 algunos dirigentes políticos e intelectuales ofrecieron al general Ruiz Novoa un homenaje en Medellín. La retórica de los discursos no pudo ocultar la implícita y vehemente solicitud de los oferentes para que asumiera la conducción del país. Las condiciones políticas creadas por la amenaza de una huelga general, a comienzos de 1965, le darían la oportunidad para intentar concretar esa aspiración. Pocos días después los generales Gabriel Revéiz Pizarro y Gerardo Ayerbe Chaux le informaron al presidente que se tenían sospechas fundadas de que el ministro planeaba una confabulación con dirigentes de la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC), líderes políticos e intelectuales, para tomarse el poder al calor de la protesta obrera anunciada para el 25 de enero. La decisión del mandatario fue inmediata: la destitución de Ruiz Novoa, el ascenso de Rebéiz al ministerio y el nombramiento de Ayerbe en la comandancia del ejército.

La respuesta enérgica y tajante de Valencia desarmó lo que pudo haber sido el comienzo de una segunda dictadura militar en menos de diez años, y probablemente el enrolamiento de Colombia en ese «ciclo nefasto» de dictaduras militares que asoló América Latina en los siguientes quince años.

A nivel de las fuerzas armadas, el cambio de dirigentes no alteró el rumbo marcado por Ruiz Novoa, de forma tal que en marzo de 1965 se inicia la toma de otras «repúblicas independientes» como El Pato y Guayabero. Por su parte, Ruiz Novoa se dedica a promover su candidatura presidencial a través del Movimiento Democrático Nacional, con el respaldo de Álvaro Uribe Rueda y el poeta Alberto Zalamea Costa. Las pretensiones políticas del destituido conspirador no encuentran eco y se frustran a los pocos meses.

El continuo deterioro de las condiciones económicas se convirtió en un permanente dolor de cabeza para la administración Valencia, no solo por los problemas de protesta y orden público que de esa situación se derivaba, sino también por las restricciones que el proceso político le imponía a la formulación de las medidas económicas. El creciente fortalecimiento de la oposición, que tomó como una de sus banderas la descalificación de la política económica gubernamental, impedía la tramitación de los proyectos de ley en el Congreso con la suficiente agilidad y alcance que exigía la gravedad de la situación.

A pesar de que el gobierno, con la creación de la Junta de Montería en 1963, había alcanzado un alto grado de centralización de los instrumentos de política económica, requería el apoyo de las dos terceras partes del Parlamento para aprobar proyectos decisivos en materias económicas, fiscales y cambiarias. El conflicto entre un gobierno agobiado por las dimensiones de la problemática económica y un Congreso paralizado en su labor, marcaría todo el mandato de Valencia, y solo se resolvería en 1965 y 1966 con el expediente de recurrir a la declaración del estado de sitio para legislar por decreto.

La crisis económica no parecía mejorar, al tiempo que era palpable un agudo deterioro de la situación cambiaria que dificultaba la consecución de créditos externos indispensable para mantener el sector público operando. El ministro de Hacienda Hernando Durán Dussán adelantó conversaciones con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional —USAID— y el Banco Mundial con el objeto de conseguir financiación adicional, indispensable para mantener operando al sector público. Pero la ayuda, como es costumbre en estos organismos internacionales, estaba condicionada a la adopción de un conjunto de medidas de ajuste, entre ellas una nueva devaluación masiva. Durán Dussán propuso en el consejo de ministros que se adoptara el paquete de recomendaciones, pero aplicando la devaluación de manera que fuera disfrazada. En principio el presidente Valencia estuvo de acuerdo, pero cuando el rumor de la posible devaluación se filtró a la opinión pública, el mandatario desautorizó categóricamente esa política. Ante esa situación, a Durán Dussán no le quedó más remedio que renunciar y fue más adelante remplazado por Joaquín Vallejo Arbeláez.

El gobierno estaba contra la pared. Para salir de la encrucijada, Valencia decide recurrir a las facultades de excepción, contempladas en la declaratoria del estado de sitio, para expedir autónomamente los decretos en materias económicas. El ministro de gobierno de entonces, Alberto Mendoza Hoyos, en su memoria al Congreso dejaría constancia sobre la interpretación del gobierno en torno a las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo:

El 2 de septiembre comienza la cascada de decretos ejecutivos en materias económicas que se prolongará hasta el gobierno de Carlos Lleras. Las primeras medidas incluyeron la temida devaluación. El paquete económico, que fue recibido con arduas críticas tanto del lado de los patronos como de los trabajadores, remozaba una jurisprudencia peligrosa en cuanto al alcance de los poderes de excepción del ejecutivo en circunstancias en que se encuentra turbado el orden público.

Las medidas, al igual que los procedimientos seguidos por el gobierno para adoptarlas, eran la respuesta de un ejecutivo debilitado por su incapacidad para superar los obstáculos que el proceso político le colocaba a la formulación de la política económica. Los años 1965 y 1966 constituyen el período en que se utilizan los poderes de excepción contemplados en el artículo 121 de la Constitución nacional de 1886.

En todo caso los excesos de presidencialismo, en la formulación de la política económica, desatan un debate político sobre el alcance de los mecanismos de intervención económica con que cuenta el Estado. Ese proceso de discusión culminará en la adopción de una normatividad distinta con la Reforma constitucional de 1968. El principal antecedente del anterior régimen de emergencia económica fue el contemplado en el proyecto de acto legislativo presentado por Alfonso López Michelsen a consideración del Congreso de 1966, a raíz de los acontecimientos arriba señalados.

Pero las consecuencias de los decretos económicos de septiembre van más allá de despertar la inquietud por una revisión constitucional. La devaluación agudizó las presiones inflacionarias que se tradujeron en una reducción en el nivel de vida de los asalariados, que a la vez reaccionaron con una escalada en la agitación laboral y con amplias movilizaciones de protesta de estudiantes y trabajadores. La crisis económica trajo así más tensiones e inestabilidad política. Se declararon en huelga el sindicato de Telecom, los maestros, los trabajadores de la rama jurisdiccional y los obreros de algunos sectores de la actividad industrial. También aparecen con inusitada intensidad los paros cívicos locales o regionales como una nueva forma de protesta política.



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