El Bajo Imperio romano es el período histórico que se extiende desde el ascenso de Diocleciano al poder en 284 hasta el fin del Imperio romano de Occidente en 476.
Tras los siglos dorados del Imperio romano (período denominado Paz romana, que abarca los siglos I a II), comenzó un deterioro en las instituciones del Imperio, particularmente la del propio emperador. Fue así como tras las malas administraciones de la Dinastía de los Severos, en particular la de Heliogábalo, y tras el asesinato del último de ellos, Alejandro Severo, el Imperio cayó en un estado de ingobernabilidad que se denomina Crisis o Anarquía del siglo III. Entre los años 238 al 285 hubo 19 emperadores, ninguno de los cuales murió de muerte natural, y que fueron incapaces de tomar las riendas del gobierno y actuar de forma coordinada con el Senado, por lo que terminaron por sumir a Roma en una verdadera crisis institucional. Durante este mismo periodo comenzó la llamada «invasión pacífica», en la que varias tribus bárbaras se situaron, en un principio, en los limes del imperio debido a la falta de disciplina por parte del ejército, además de la ingobernabilidad emanada del poder central, incapaz de actuar en contra de esta situación.
En paralelo a esta crisis política se desarrolló una profunda crisis económica, caracterizada por una gran inflación y un declive de la agricultura, la industria, el comercio, el medio urbano y el sistema esclavista. Los períodos donde se intentó restablecer el orden, tales como el Dominado del siglo IV, introdujeron cambios políticos y económicos muy importantes en la administración y gobierno del Imperio, tales como la instauración primeramente de la tetrarquía, aunque la consiguiente división territorial del Imperio en el Imperio romano de Occidente, cuya decadencia aquí se estudia, y el Imperio romano de Oriente, que sobreviviría 1000 años más. No obstante, el hecho más relevante de este período de inestabilidad fueron las llamadas invasiones bárbaras, en las que los bárbaros del norte irían paulatinamente infiltrándose a través de los limes del Imperio, en una sucesión de guerras fronterizas e invasiones que acabarían por destruir al Imperio: las fronteras imperiales, privadas de la vigilancia de antaño, se convirtieron en auténticas puertas por donde penetraron impunemente las tribus bárbaras. Las más audaces fueron los pueblos germánicos, especialmente los francos y los godos, que arremetieron contra el imperio, atravesando la frontera de los ríos Rin y Danubio, hasta provocar su colapso.
La tradición occidental ha considerado que el Imperio romano desapareció como entidad política el 4 de septiembre del año 476, cuando Rómulo Augusto, el último emperador del Imperio romano de Occidente, fue depuesto por el bárbaro Odoacro. Roma ya había sido saqueada previamente por Alarico I en el 410, y no quedaba prácticamente nada del orden romano original; Rómulo Augusto ni tan siquiera gobernaba sobre todos los territorios que habían correspondido al Imperio de Occidente.
Tradicionalmente se sitúa en el año 476 como fecha que marca definitivamente la caída del Imperio romano e inicio de la Edad Media, debido a que a partir de esa fecha nadie reclamó el título de emperador de Occidente, y porque, caída la propia Roma, resultaba paradójico que el propio Imperio romano pudiera seguir existiendo. Sin embargo, muchos historiadores cuestionan esta fecha, haciendo notar que el Imperio romano de Oriente pervivió hasta la caída de Constantinopla el 29 de mayo de 1453, fecha que a su vez se usa como fin de la Edad Media e inicio del Renacimiento.
Para el siglo III, la gran extensión del Imperio había vuelto muy lentas y difíciles las comunicaciones: a pesar de la excelente estructura de vías de comunicación, las calzadas romanas, y del sistema de postas, los mensajeros imperiales solo podían aspirar a hacer trayectos como Roma-Antioquía o Roma-Londres en más de una semana. Estos medios no garantizaban la lealtad de los ejércitos fronterizos: los ejércitos de las provincias fronterizas incorporaban gente del lugar y se establecían fuertes vínculos de lealtad entre las tropas y sus comandantes, quienes, contando con esa fuente de poder, podían aspirar a ser emperadores del Imperio si se presentaba la ocasión.
Tras un caótico período de conjuras y crisis institucional que socavó las más básicas instituciones del Imperio, como el Senado o la magistratura, el asesinato de Alejandro Severo por sus tropas en el año 235 marcó el inicio de una etapa de crisis: tanto en Italia como en las provincias irán surgiendo poderes efímeros sin fundamento legal, mientras que la vida económica se vería marcada por la incertidumbre de la producción, la creciente dificultad de los transportes, la quiebra del sistema monetario, etc.
De este período se han diferenciado dos subperiodos. El primero es el de la Anarquía militar (235-268), caracterizado por que los ejércitos provinciales y la guardia pretoriana se rebelaron con frecuencia, ora para deponer a los emperadores, ora para elevar a sus comandante a la dignidad imperial.
Durante este período, además, se desatendió la salvaguarda de las fronteras, lo cual fue aprovechado por los pueblos bárbaros para invadir el aún rico Imperio romano. El hambre, las epidemias y la inseguridad se apoderaron del Imperio, que poco a poco se fue ruralizando.
Para el principado de Galieno, el descontrol llegó a tal punto que varias provincias de Occidente y Oriente se escindieron para formar el Imperio Galo y el Imperio de Palmira, respectivamente, en un intento de hacer frente con sus propios medios a los peligros exteriores que amenazan el Imperio.
El segundo periodo es conocido como el de los emperadores ilirios (268-284). Tras los años anteriores de anarquía militar, en los que la seguridad y la unidad del Imperio se habían visto gravemente comprometidas, diferentes emperadores de origen ilírio y danubiano, procedentes todos ellos, pues, de provincias fronterizas en las que se habían formado como generales y luchado contra los bárbaros, lograron reunificar el Imperio y sentar las bases para restablecer la situación: el emperador Claudio II fue el primero de ellos, y, aunque murió de peste, marcó un punto de inflexión en la dinámica de crisis previa. Por su parte, su sucesor Aureliano reconquistó buena parte del imperio, poniendo fin al Reino de Palmira y al Imperio de las Galias, entre otros.
La situación económica del Imperio a finales del siglo III era crítica. Las invasiones y los abusos de los grandes terratenientes, libres de cualquier gobierno capaz de refrenarlos, produjo un abandono de los campos por parte de los campesinos en busca de ocupaciones más prometedoras como el bandolerismo, lo cual se tradujo a su vez en una creciente inseguridad del medio interurbano, desfavoreciendo el comercio terrestre.
Así mismo, se produjo un debilitamiento del sistema monetario. El funcionamiento de la acuñación antigua estaba basado en que el valor de la moneda era el del metal que contenía, pero en tiempos de crisis, se solía rebajar la calidad de la moneda con la adición de un metal inferior, sin reducir su valor nominal. En tiempos de Nerón, se emitieron denarios de plata con una pureza del 90 %. Marco Aurelio emitió moneda de plata con un 75 % de metal noble y Septimio Severo con un 50 %, todo ello para sufragar los crecientes gastos militares.
En el siglo III el Imperio había cesado su expansión y el estado ya no pudo contar con las riquezas obtenidas por las conquistas militares. Por eso, produjo una reducción alarmante del abastecimiento de metales preciosos, combinada con unos altísimos gastos gubernamentales. Estos aspectos, obligaron a los emperadores a emitir monedas de plata de valor bajo para satisfacer sus necesidades. El pueblo reconoció que las monedas estaban fuertemente sobrevaloradas con respecto a su contenido en metal. El valor de la moneda cayó mientras que los precios subían fruto de la inflación producida por el incremento del efectivo puesto en circulación, el resultado fue una espiral inflacionaria con monedas fuertemente devaluadas que provocaron precios todavía más altos. Además, Roma compraba artículos de lujo al oriente y solo vendía granos y otros alimentos, así el Imperio occidental tuvo una balanza comercial negativa.
En tiempos de Galieno, el porcentaje de pureza de las monedas de plata había descendido a un 5 %. No pasaron muchos años para que el gobierno emitiera monedas de cobre plateado.
Otra víctima de la inflación fue el propio Estado, ya que el cobro de los impuestos creció en su valor real mientras que con lo recaudado no alcanzaba a pagar a los funcionarios y a los soldados, por lo que se decidió pagarles con alimentos, sistema que se convirtió en el normal sistema impositivo de finales del Imperio, y continuaría durante la Edad Media.
Diocleciano fue proclamado emperador en el 284 en Nicomedia, que más tarde fue capital del Imperio. En el 286 promovió como César a Maximiano, a quien años después convirtió en Augusto dándole la parte occidental del Imperio. Así se dividió el Imperio en Occidente y en Oriente.
El 1 de marzo del 293 se nombró como césares a dos oficiales de Iliria, Galerio y Constancio I. Así se instituyó una nueva forma de gobierno: la Tetrarquía, en la que los dos Augustos gobernarían durante 20 años Oriente y Occidente, teniendo cada uno a un César como lugarteniente; concluidos los 20 años, los césares ascenderían al trono como Augustos y designarían a otros dos césares, al tiempo que los augustos se retirarían de la vida pública.
El reparto del poder produjo inicialmente resultados muy satisfactorios. Galerio rechazó en el bajo Danubio a los godos, y entre el 297 y el 298 consiguió una espectacular victoria contra los persas en las guerras romano-sasánidas y logró extender la frontera romana hacia el Tigris superior, el Kurdistán y Sinagra. Mientras tanto, Diocleciano sofocó una revuelta en Egipto y Constancio I recuperó Britania de manos del usurpador Alecto y obtuvo varias victorias en las fronteras del Rin. Maximiano, por su parte, aplastó una insurrección nativa en Mauritania.
No obstante, a pesar del éxito militar del sistema, la instauración de la Tetrarquía, implicó una serie de profundas reformas administrativas y económicas que afectarían (y lastrarían) al Imperio durante el resto de su existencia.
Durante el reinado de Diocleciano y sus sucesores se llevaron a cabo una serie de reformas militares para garantizar el control y la eficacia de los ejércitos. Algunas de ellas eran:
Al principio, los tetrarcas no lograron detener la inflación; pero con la combinación de una serie de medidas económicas lograron contenerla y dejaron un sistema monetario parcialmente estable a sus sucesores. Para ello, se procedió a realizar una serie de profundas reformas del sistema monetario, siendo la más importante la creación de una nueva moneda de oro, acuñada con un alto nivel de pureza, con devaluación de 1/5 de su valor. También se acuñarían monedas de plata según un nuevo estándar que logró mantuvieran su valor, y otras de cobre, que por ser de uso cotidiano y estar hechas de un metal útil, estuvieron sujetas a una continuada inflación.
Al igual que durante toda la Antigüedad, la moneda básica del pueblo romano no era la moneda de oro o de plata, que se reservaban para grandes transacciones y por tanto no era de circulación común, sino la partición más pequeña, de bronce o cobre. Las monedas de oro y plata, de hecho, estaban fuera del sistema monetario corriente, y las medidas monetarias adoptadas en ellas no afectaban mucho a la vida cotidiana: la escasez o estabilidad de aúreos de oro o tetradracmas de plata nunca afectó a las pequeñas economías del imperio. Sin embargo, las políticas monetarias de la tetrarquía fueron incapaces de garantizar la estabilidad de la moneda de cobre, de manera que el resultado de las reformas fue una inflación continuada (aunque no tan galopante como en el siglo III) en los precios de los bienes de consumo, que se expresaban en la moneda de cobre de uso corriente. Las quejas del ejército, que recibía su soldada en esta moneda, obligaron a Diocleciano a emitir el Edicto de Precios en un intento de establecer los precios máximos de distintos bienes básicos, y fijar salarios (incluyendo la prostitución, para que las legiones no se vieran privadas de este servicio natural). Un contemporáneo de la época, Lactancio, pronosticó que el edicto fracasaría porque los productos no podrían llegar al mercado: tal y como ocurrió, los mercaderes retuvieron los bienes de consumo y los pusieron a la venta en el mercado negro, a un precio superior.
En el 305, los augustos Diocleciano y Maximiano abdicaron, más por voluntad de Diocleciano que de Maximiano, que al parecer se mostró reticente a abandonar el poder. Su lugar lo ocuparon Galerio en Oriente, y Constancio I en Occidente. Al mismo tiempo, Maximino y Severo II, poco conocidos hasta el momento, se convirtieron en césares. Esto puso en peligro la fidelidad y coherencia de la política de Diocleciano, pues excluía de la posibilidad de acceder al poder imperial a Majencio, hijo del retirado augusto Maximiano, y a Constantino I hijo del ascendido Constancio I.
Durante los siglos II y III, se produjeron grandes cambios religiosos en el Imperio. Se adoptaron nuevas formas de culto de la cultura greco-oriental. En Egipto, el culto a Isis y Serapis alcanzó gran prominencia, desplazando al de los antiguos dioses egipcios, de los que solo pervivió el culto a Osiris; en Judea, surgió el cristianismo, inicialmente como secta judía, posteriormente como religión diferenciada; en Siria y Mesopotamia se adoptaron varias formas de gnosticismo y, más tarde, el mitraísmo y el maniqueísmo.
La prevalencia de estos cultos se ha vinculado con la Crisis del siglo III. El desorden e inseguridad de la época habría provocado la retirada hacia una vida interior. Además el fracaso de la religión oficial, muy ligada al muy desprestigiado gobierno del imperio, e incapaz de solucionar los problemas del pueblo, provocó que muchas personas decidieran cambiar a religiones que prometieran una mejor vida ultraterrena.
Aunque inicialmente se mantuvo como un culto muy minoritario, durante los siglos II y III el cristianismo, de mensaje novedoso en el panorama religioso del imperio, fue ganando adeptos, sobre todo en las provincias orientales del Imperio, en África y en algunas zonas occidentales costeras del Mediterráneo, en general en ciudades donde la presencia judía era a su vez importante.
Las persecuciones del cristianismo no han de entenderse como una «caza de cristianos», en las que los romanos se dedicaban a exterminar y asesinar a todo cristiano con que se topaban, sino como una ilegalización de las prácticas cristianas, que, aunque a veces pudieron derivar en ejecuciones sumarias, en general se correspondían más bien con una marginación del culto cristiano y la incómoda obligación de tener que adorar al dios cristiano en secreto. Ocurrió que, como en muchas épocas de crisis, durante los siglos II y III se dieron situaciones en las que se acusaba a un grupo minoritario de todas las desgracias, en este caso eran los cristianos. Ajenos al culto imperial y a la vida religiosa cotidiana del imperio, se decía de ellos que eran los que arruinaban las relaciones ente los hombres y las divinidades, y que perturbaban la paz de los dioses, provocando la retirada de su favor y las consecuentes desgracias.
Aunque existen antecedentes, como cuando Nerón los acusó del fortuito incendio de Roma, la tradición de la Iglesia católica cifra el inicio de la persecución a los cristianos durante el principado del emperador Decio. En aquel entonces el cristianismo era una religión lo bastante prominente, y lo bastante diferente, como para ser considerada la causa de todos los males. Según parece, durante el principado de Decio se vivió una seria crisis militar, especialmente tras las primeras invasiones godas. Por eso Decio se vio en la necesidad de reafirmar la tradicional lealtad del Imperio romano hacia sus dioses, y exigió que todos los habitantes del Imperio mostraran su sumisión a los mismos. Los cristianos, al negarse, pudieron en algunos casos ser ajusticiados. Mucho se ha escrito sobre si Decio ordenó directamente ir contra el cristianismo, o si, por el contrario, estos fueron víctimas de una política menos específica y más general. Sea como fuere, parece seguro que no se dieran tantas víctimas como las fuentes cristianas aseguran (salvo que estas mintieran en el número de cristianos que había). Al morir Decio, las persecuciones cesaron, aunque durante un breve período del principado de Valeriano (hasta que fue capturado por los persas en el 260), parecieron reanudarse, coincidiendo de nuevo con la necesidad de reafirmar el culto imperial.
La principal persecución que sufrieron los cristianos, no obstante, fue la persecución, durante el dominio de Diocleciano. En este caso sí es seguro que se trataba de una política completamente opuesta al cristianismo. Aunque durante su reinado la situación político-militar no era crítica, la necesidad de reunificar la maltrecha religión romana, y el deseo de Diocleciano de restaurar la dignidad del culto imperial y tradicional, chocaron con los cada vez más numerosos cristianos, que al oponerse a las pretensiones imperiales fueron declarados enemigos del solio imperial. Una explicación más tradicional, posiblemente falsa, dice que, por alguna razón, Galerio odiaba al cristianismo, y que logró imponer su actitud al anciano y debilitado Diocleciano.
La persecución general fue motivada por el fracaso de un sacrificio en Nicomedia: los arúspices fueron incapaces de dar con el hígado de varios animales sacrificados, un muy mal augurio del que culparon, al parecer, a un funcionario imperial allí presente, que fue visto santiguarse para no ser contaminado por los ritos[cita requerida].
El primer edicto de persecución se dictó el 23 de febrero del 303. Ordenaba la clausura de las iglesias y la entrega de las escrituras; vino seguido por una orden contra el clero cristiano para que realizara sacrificios a los dioses tradicionales. Hasta el momento solo se veían, pues, afectadas las autoridades eclesiásticas, pero otro edicto extendió la obligación de realizar sacrificios a todos los miembros de la comunidad cristiana.[cita requerida]
Al abdicar Diocleciano, la persecución continuó con Galerio, pero cedió en las regiones dominadas por Constantino I (Galia y Britania, donde había muy pocos cristianos) y las dominadas por Majencio (Italia y África, donde no era especialmente necesario recurrir a persecuciones para afianzar el poder imperial).
Para finales del reinado de Galerio la persecución había perdido fuerza: se descubrió que al prohibir el rezo a su Dios, tampoco rezaban a los dioses paganos, por lo cual el fracaso de la medida era patente. Por eso, se restableció la libertad de culto y se invitó a los cristianos a rezar a su Dios por la salvación de su alma y del Imperio.
Al morir Galerio, lo sucedió su sobrino Maximino, que reanudó la persecución. Se dice que este recibió delegaciones de las ciudades que pedían la continuación de las persecuciones a los cristianos, y que por eso las reanudó. En el origen de todo esto puede encontrarse el deseo de confiscar bienes en manos cristianas. Al morir Maximino, lo sucedió Licinio que revirtió la política referente al cristianismo. En el 313 Constantino I y Licinio emitieron el Edicto de Milán, una declaración de libertad de culto que restituyó todos los bienes confiscados a los templos cristianos. Para cuando se promulgó el Edicto, se estima que unos 7 millones de habitantes de los 50 que componían al imperio profesaban el cristianismo. Este fue el primer paso de la paz con la Iglesia y para la conversión del Imperio romano al cristianismo.
Las persecuciones a los cristianos han estado tradicionalmente teñidas de un sesgo muy parcial, a favor de los cristianos, pues no en vano fueron cristianos quienes escribieron toda la historia posterior. La imaginería popular las ha visto, pues, como una serie de matanzas de cristianos, en las que, si se atiende a los números ofrecidos por fuentes cristianas, podría darse el caso de que perecieran dos imperios romanos, tal es la exageración que alcanzan. En definitiva, de las persecuciones a los cristianos, cabe decir que, sin lugar a dudas, todas las cifras de mártires y víctimas dadas por los historiadores cristianos posteriores son fruto de la más interesada exageración: algunas cifras de víctimas incluso superan la población real estimada del Imperio. Historiadores más serios, como Edward Gibbon, sugirieron, de hecho, que las persecuciones posteriores entre las diversas sectas cristianas, o las campañas militares de Carlos V, produjeron más víctimas que las llevadas a cabo por el poder central, algo en línea con el famoso comentario de Juliano el Apóstata, que vino a decir que él no perseguiría a los cristianos ya que estos eran lo suficientemente eficaces en perseguirse los unos a los otros. Además, se considera[cita requerida] que las persecuciones cristianas no tuvieron en su tiempo, y para el gobierno y el pueblo en general, la relevancia que la historiografía posterior, en manos de cristianos, les ha dado: se habla de episodios de persecución esporádicos, poco sistemáticos y muy ineficaces, con contadas víctimas, más semejantes a un pogrom, en los que los cristianos eran usados como chivos expiatorios de los males públicos que afligían al Imperio.
En el 305 Constantino, que residía todavía en Oriente, obtuvo de Galerio permiso para unirse a su padre Constancio en Britania, el cual, el año siguiente, murió en Eburaco, la actual York. Constantino fue proclamado Augusto por el ejército, aunque inicialmente solo reclamó de Galerio el título de César. Constantino se embarcó inmediatamente en una serie de violentas guerras civiles que en el 324 lo convirtieron en el único gobernante del Imperio romano de Occidente.
En Oriente, mientas tanto, Galerio había muerto y su sucesor, Licinio, compartía el trono con Maximino. Constantino y Licinio se entrevistaron en Milán, y además de promulgar el Edicto de Milán, más importante aún, acordaron la paz entre Oriente y Occidente, que las acciones de Constantino habían roto. Poco después, Licinio, que de este modo se convirtió en enemigo de Maximino, lo derrotó en la batalla de Bizancio, y se convirtió en emperador de Oriente. La paz duró hasta el 316, cuando Constantino se apoderó de los Balcanes, territorio perteneciente a Licinio. En el 324 Constantino se dirigió contra Licinio venciéndolo en Adrianópolis y en Crisópolis, y desde entonces fue el único dueño del Imperio romano y nombró como césares a sus hijos Constantino, Constancio y Constante.
El ascenso de Constantino estuvo muy unido a la transformación religiosa hacia el cristianismo. La conversión al cristianismo por parte de Constantino se puede explicar en cuatro fases, pertenecientes más al campo de la leyenda que al de la realidad:
El cambio religioso se profundizó en la parte oriental del Imperio, sobre todo en la ciudad de Constantinopla, fundada por Constantino. El emperador visitó Roma en el 315 y en el 326; en esta última ocasión Constantino ofendió al Senado y a la población romana al negarse a asistir a un sacrificio en el Capitolio. La ruptura con la antigua ciudad fue seguida por la deliberada promoción de la nueva Constantinopla, trasladando el centro de gravedad del Imperio hacia Oriente, mucho más rico y estable.
El famoso edicto de Milán, del 313, proclamó la libertad de culto, permitiendo a los cristianos la visibilidad pública de la que habían carecido hasta entonces. Constantino, empero, no se convirtió al cristianismo, ni tampoco impuso por ley dicha religión. Se dice, de hecho, que a fin de evitar que sus numerosos crímenes lo condenaran al infierno, creyó que convirtiéndose en su lecho de muerte el bautismo lavaría sus pecados, garantizando la salvación de su alma: fue al parecer bautizado por el arriano Eusebio de Nicomedia en su lecho de muerte, algo que imitarían sus sucesores.
No obstante, durante la época de Constantino y durante todo el siglo IV, la corte imperial dio un impulso decisivo al proceso de cristianización del Imperio. En una época de profunda crisis social e institucional, el cristianismo fue visto como un elemento capaz de reunificar a las sociedad del Imperio, al tiempo que, de facto, serviría de elemento de control y represión de elementos socialmente subversivos. En este sentido, se hizo necesario unificar la doctrina cristiana, algo que Constantino promovió con el Concilio de Nicea: hasta entonces, las comunidades cristianas habían sido relativamente independientes, y mantenido cada una de ellas diversas peculiaridades doctrinales y litúrgicas que no interesaba mantener. Este afán se demostró como una de las principales fuentes de conflictos de los siglos posteriores, en las que las diversas herejías (arrianismo, nestorianos, monofisismo, iconoclastia...) fueron virulentamente perseguidas.
La conversión, aunque en sí fuese un hecho personal e imperceptible, no ejerció su influencia en el vacío, sino dentro de un entorno en el que el cristianismo se convertiría en la religión principal del imperio, y luego definitivamente oficial con el Edicto de Teodosio.
Constantino, durante todo su reinado, se dedicó a reformar profundamente el Imperio. Modificó la composición del Senado, cuyo consejo estaba antiguamente compuesto por 600 magistrados, aumentando su número a 2000 miembros, e introdujo numerosos equites, que constituyeron el núcleo del personal administrativo del Imperio.
Otra innovación fue la reforma de la prefectura del pretorio: los comandantes de la guardia imperial se convirtieron en altos funcionarios provinciales dotados de amplios poderes civiles, responsables de mantener el orden público y las finanzas.
El ejército fue reorganizado y jerarquizado en beneficio de los comitatenses, unidades móviles acantonadas en las ciudades cercanas a las fronteras y a los efectivos limitados a algunos cientos de hombres. En el seno de la guardia imperial, y con el fin de reemplazar a los pretorianos, disueltos en 312 por haber apoyado a Majencio, Constantino creó las scholae palatinae, formadas por soldados reclutados entre los germanos. Numerosos privilegios fueron otorgados a los veteranos, soldados que habían terminado su servicio: contaban con inmunidad fiscal y exención de cargas municipales.
En el campo económico y con el fin de controlar la inflación, Constantino creó una nueva moneda de oro, el solidus, acuñada por primera vez en 310, la cual rápidamente estabilizó el sistema monetario. Sin embargo, era una moneda de metal muy preciado que solo circulaba entre las clases sociales más acomodadas y no entre los pobres, que continuaban utilizando una moneda devaluada de aleación entre cobre y plata. La creciente ruralización del imperio favoreció, no obstante, el que el trueque se convirtiera en algo cotidiano entre las clases bajas, y se logró al fin cierta estabilidad en las monedas de un valor menor
Constantino murió el 337, su cuerpo fue llevado a Constantinopla y enterrado en la Iglesia de los Santos Apóstoles. Constantino tenía numerosos hermanastros y sobrinos que fueron asesinados por políticos poderosos y generales deseosos de defender una sucesión dinástica ordenada, libre de disputas entre las diferentes ramas de la familia. Así los hijos de Constantino se convirtieron en Augustos: Constantino II de la Galia, Hispania y Britania; Constancio II de Oriente; y Constante de Italia y África.
Constantino II fue asesinado por Constante, a su vez Constante fue derrocado en el 350 por un usurpador militar, Magnencio. Este último fue derrotado por Constancio en las batallas de Mursa Major y de Mons Seleucus, convirtiéndose en el único soberano del imperio.
En los comienzos de su reinado, Constancio II tuvo que hacer frente a las nuevas hostilidades de los germanos, que las provincias del occidente requerían la autoridad de un gobernante por separado con autoridad local. El emperador nombró a Juliano césar de la Galia, pretendiendo que el nuevo césar ejerciera un control nominal de las guerras germanas. Juliano en un principio aceptó y consiguió una gran victoria sobre los alamanes cerca de Estrasburgo en el 357; pero conforme pasaba el tiempo hizo valer su personalidad con mayor energía.
Tras visitar Roma en el 357, Constancio volvió al oriente para detener un ejército persa que había invadido la Mesopotamia. Ante la necesidad de reforzar su ejército, pidió ayuda a Juliano, pero este se negó y se autoproclamó Augusto de occidente. Juliano marchó a Oriente en el 361 contra Constancio. La guerra civil se evitó porque el emperador murió a los 43 años.
El reinado de Juliano, último de la casa de Constantino, fue corto, pero uno de los más activos y controvertidos. Algunos de sus actos fueron:
El sucesor de Juliano fue Joviano, que fue proclamado por el ejército en Mesopotamia en el 363 durante la crisis que siguió después de la muerte de Juliano en combate. Para asegurar la salida del ejército de los territorios de Persia, Joviano les cedió territorios del norte de la Mesopotamia; esta acción recibió las críticas que merecía su predecesor. En contraste con Juliano, Joviano fue un cristiano aparentemente moderado; pero antes de que pudiera demostrar su política murió en el 364.
A Joviano le sucedió otro oficial, Valentiniano I que fue nombrado por una cámara política de altos cargos militares y funcionarios y fue aceptado por el ejército. Valentiniano se percató de la necesidad de dividir el Imperio y escogió como gobernador de la mitad oriental a su hermano Valente. Entre el 364 y 365, los emperadores se dividieron las provincias, el ejército y la administración. El reinado de Valentiniano estuvo centrado en la defensa militar de la frontera del Rin y del Danubio de la invasión bárbara. El emperador realizó un programa sistemático de construcciones defensivas, tanto a lo largo de los ríos, como en las rutas de penetración en las provincias romanas. Su administración general se caracterizó por el rigor, la meticulosidad y la brutalidad. Debido a este estilo de gobierno, sufrió rebeliones en Iliria y en África las cuales fueron sofocadas por el general Flavio Teodosio. Valentiniano murió en el 375 por una apoplejía.
Valentiniano compartió el poder con su hermano Valente quien se ocupó de la mitad oriental. Su gobierno se vio afectado por guerras en el exterior contra los godos a los que atacó con éxito entre el 367 y el 369; y contra el Imperio persa en Armenia. La crisis del reinado de Valente se produjo en el 376, cuando el emperador fue convencido de autorizar el ingreso de los visigodos al Imperio, los que habían sido empujados hacia las fronteras romanas por la invasión de los hunos. Pero los godos entraron violentamente, lo que llevó al ejército romano a combatir contra ellos. En el 378 Valente tuvo un encuentro bélico con ellos en Adrianópolis. Perdió la batalla, murió y dos tercios de su ejército quedaron destrozados.
La ciudad de Constantinopla fue construida por Constantino entre el 330 y el 336 en el lugar de Bizancio. Fue apodada Nueva Roma por ser muy parecida a la capital imperial. Al igual que esta, fue construida sobre siete colinas, se dividió en catorce distritos urbanos, con un foro, un capitolio y un senado.
Desde sus primeros días, Constantinopla creció con asombrosa rapidez y su gran cantidad de recursos atrajeron a un gran número de artesanos y materiales de todas las regiones del oriente. En el contexto general del Bajo Imperio, la ciudad fue un nexo entre Oriente y Occidente. Esta ciudad se caracterizó por ser sumamente cristiana, no existía ningún templo pagano con una gran cantidad de iglesias cristianas. Constantinopla fue adornada con plazas monumentales y bellos edificios públicos. La ciudad constaba de 14 iglesias, 11 palacios, cinco mercados, ocho baños públicos, 153 baños privados, 20 panaderías públicas, 120 panaderías privadas, 52 pórticos, 322 calles y 4388 casas.
Tras la conversión de Constantino, Roma emergió como un gran centro de la cultura cristiana. El vigor de la ciudad en el Bajo Imperio fue en parte consecuencia de la partida de los emperadores hacia las nuevas capitales como Constantinopla. En su ausencia, el Senado y el pueblo romano se afianzaron sin ningún tipo de inhibición, como no sucedía desde fines de la República romana. Sin embargo, su poder se limitaba al área de influencia geográfica más próxima a Roma (el Lacio, la Toscana, la Campania...), y derivó en un poder provincial más que global: el traslado del centro de gravedad del imperio hacia Oriente restó gran relevancia a Roma dentro de su propio Imperio.
Simultáneamente a su transformación como ciudad cristiana, en Roma se produjo un florecimiento de la cultura clásica, en la literatura, en la pintura, escultura y la arquitectura construyéndose numerosas iglesias.
En la crisis, Teodosio, hijo del general de Valentiniano, Flavio Teodosio, fue requerido para que abandonase sus posiciones en Hispania y fue nombrado emperador de Oriente en enero del 379. Sus primeros años de gobierno estuvieron dedicados al problema de los godos. En el año 382, firmó un tratado de alianza por el cual los godos podrían entrar al territorio de Mesia pero debían integrarse en el ejército romano como federados. Teodosio también estableció un tratado con los persas en el 386.
En Occidente a Valentiniano le sucedieron sus hijos Graciano y Valentiniano II, que entonces constaban con 16 y 4 años respectivamente. Ambos fueron controlados por sus consejeros y Valentiano por su madre. Estos gobiernos no fueron lo suficientemente fuertes y el usurpador Magno Clemente Máximo asesinó a Graciano en Lyon e instaló su corte en Tréveris esperando el reconocimiento de su poder por parte de Teodosio I. En el 387 invadió Italia y destronó a Valentiniano II que huyó a refugiarse con Teodosio. En respuesta, el emperador de Oriente marchó contra Máximo en el 388, le dio muerte y le devolvió el poder a Valentiniano.
De regreso a Constantinopla, Teodosio dejó a Valentiniano en Tréveris bajo la supervisión de un general franco, Arbogasto. Al año siguiente Valentiniano apareció ahorcado, supuestamente por suicidio y Arbogasto elevó a Eugenio a la púrpura imperial. Eugenio restauró el culto pagano en Roma. Teodosio respondió y venció con sus tropas en la batalla del Frígido, al este de Aquilea. Teodosio volvió a Milán y asentó su corte allí.
Varios emperadores anteriores, como Constantino, eran cristianos pero la religión oficial era el paganismo. Desde el 313 con el Edicto de Milán había libertad de culto. Pero el 28 de febrero del año 380, Teodosio promulgó un edicto que declaraba el cristianismo como religión oficial del Imperio romano y prohibía el paganismo. Desde entonces se clausuraron los templos paganos y se suspendieron los juegos consagrados a los antiguos dioses como los Juegos Olímpicos.
La estructura administrativa del Bajo Imperio estaba encabezada por el emperador. Generalmente había dos o más emperadores colegiados que gobernaban con independencia, si bien mantenían un frente de unidad.
La administración, desde tiempos de Diocleciano, estaba estrictamente dividida en funciones militares y civiles. Los ejércitos de campaña móviles en Oriente y Occidente eran comandados por magistri o maestres de caballería e infantería. Por debajo de estos comandantes titulados comites (condes) y duces (duques) comandantes de los ejércitos regionales. El Comes Domesticorum mandaba la guardia selecta del palacio, dividida en jinetes e infantes. El Castrensis se encargaba de mantener el orden en el palacio, una tarea difícil dada la constante movilidad de los últimos emperadores romanos.
Encabezando la administración civil estaban los prefectos pretorianos de Italia (con África e Iliria), de Galia (con Hispania y Britania) y de Oriente. Sus deberes eran la administración provincial, sobre todo lo relacionado con la recaudación de impuestos. El Conde de las Dádivas Sagradas controlaba las casas de monedas y las minas del estado. Otro funcionario importante era el Conde de la Cartera Imperial, encargado de la administración de las propiedades del estado. El cuestor del sagrado palacio era el responsable de las relaciones y las comunicaciones imperiales en la adecuada forma literaria y por último el Primicerius Notariorum encabezaba los cuerpos de secretarios imperiales.
El trabajo de los esclavos había sido la base de la economía romana. Pero, a partir del siglo III, la influencia del cristianismo, la suspensión del aprovisionamiento de mano de obra debido al fin de las conquistas, el temor a las sublevaciones y los constantes intentos de fuga y sabotajes, convencieron a los propietarios de la necesidad de instrumentar nuevas formas de trabajo. Muchos de ellos comenzaron a liberar a sus esclavos y les dieron una parcela de tierra a cambio de la entrega de una parte de la producción.
Durante la crisis del siglo III, ese proceso se aceleró. Muchos campesinos libres que no podían pagar los crecientes impuestos ni poner freno a los saqueos de sus campos, abandonaron sus tierras y se pusieron bajo la protección de los grandes propietarios rurales. De esta manera surgió el colonato. El colono era un arrendatario que cultivaba una parcela y debía entregar al propietario parte de la cosecha. Muchos habitantes de las ciudades se trasladaron al campo y se convirtieron también en colonos.
Con el surgimiento del colonato y la ruralización de la sociedad tras la crisis del siglo III, surgió una nueva estructura social más polarizada. En la cúspide de la pirámide social se encontraban los grandes latifundistas que, además de tierras y fincas amuralladas, poseían ejércitos privados y recaudaban los impuestos en sus territorios. Por debajo de ellos se hallaban los campesinos independientes empobrecidos, los colonos, y los esclavos. Poco a poco, la condición de los colonos fue empeorando, hasta que no pudieron abandonar las tierras que trabajaban. Esto se agravó con la reforma de Diocleciano, quien, para lograr un recuento preciso de los impuestos, obligaba a los trabajadores a permanecer en las parcelas que cultivaban. Así se perfilaron procesos económicos y sociales que se retomarían siglos posteriores, este es el caso del feudalismo.
Teodosio I murió en Milán en enero del 395 de una enfermedad del corazón. Fue el último emperador que durante más de medio siglo, con su habilidad personal y su fuerza de carácter ejerció un sostenido control sobre el Imperio romano. A su muerte dejó el poder en manos de sus hijos Arcadio, que gobernó en Constantinopla y Honorio, emperador con sede en Milán. En el momento de su ascensión, Arcadio tenía 18 años siendo unos pocos años mayor que su hermano. Ninguno de los dos tuvo demasiada personalidad; pero la sucesión se llevó a cabo sin resistencia alguna.
Arcadio murió en el 408 y lo sucedió su hijo Teodosio II que había sido proclamado coaugusto en el 402 con solo un año. En el 423 murió Honorio después de un reinado de nula actividad. Entre el 423 y el 425 Flavio Castino nombró emperador de occidente al usurpador Juan. Sin embargo, Teodosio II proclamó como emperador de Oriente a Valentiniano III de solo 4 años de edad y magister militum de Occidente al general Flavio Aecio.
La estabilidad dinástica del cargo imperial en este periodo se vio asegurada a costa de presentar al Imperio emperadores muy jóvenes gobernados por ministros y generales. Esta continuidad dinástica creada por el legado de Teodosio I no impidió las usuales rivalidades políticas entre los partidarios de los emperadores, pero fue importante en estos tiempos extremadamente difíciles para el Imperio romano.
Los germanos eran pueblos del norte y del este de Europa, de lengua indoeuropea. Habitaban tierras pobres cubiertas por bosques y pantanos, que dificultaban las prácticas agrícolas.
Si bien Roma rara vez pudo traspasar la frontera que separaba el área romana del área germana, hacía tiempo que estaba en contacto con los germanos y los admitía en su suelo. Esta línea divisoria corría a lo largo de los ríos Rin y Danubio. A causa del aumento demográfico y de problemas climáticos, desde el siglo II los germanos habían comenzado a atravesarla y a ingresar en grupos reducidos en el Imperio, atraídos por territorios más fértiles. Algunos germanos se convirtieron en colonos; otros realizaron foedus con Roma, o sea, ingresaban al ejército romano en calidad de federados o aliados. A cambio de servir en el ejército y defender las fronteras, los federados recibían tierras y ganado.
A fines del siglo IV, creció la presencia de germanos dentro de las fronteras del Imperio. La mayoría de ellos se instalaron en áreas rurales y, aprovechando el debilitamiento del poder imperial, continuaron teniendo sus propias leyes y se gobernaban por sus propios jefes. Los germanos mantuvieron sus costumbres, no hablaban latín y, en aspecto religioso, eran paganos o arrianos.
Al comienzo, Roma no midió las posibles consecuencias de la presencia germana dentro del Imperio, ya que los pueblos no estaban unidos entre sí y las rivalidades entre ellos eran hábilmente explotadas por los romanos. Sin embargo, a causa de su creciente debilidad y de los problemas internos, el Imperio no reaccionó a tiempo cuando se produjeron nuevas y más violentas invasiones.
Los godos fueron uno de los pueblos que entraron en el Imperio, en un comienzo eran un pueblo tranquilo de agricultores que vivía en comunidades rurales y que viajaban individualmente dentro de los límites del Imperio romano. La migración de los godos obedeció a la presión de los hunos desde el este y no fue de modo agresivo contra los romanos; esto únicamente sucedió cuando los godos fueron maltratados y oprimidos por los romanos al cruzar el Danubio.
En el 382 los godos realizaron un foedus con Teodosio I, pero lo interpretaron como una negociación personal con él más que con el gobierno romano. Alarico I, rey de los visigodos a la muerte de Teodosio, condujo a su pueblo a una rebelión en la que saquearon la península balcánica hasta conseguir que el Imperio oriental le otorgase, en el 398, un asentamiento en la prefectura de Iliria. Esto permitió al jefe godo surtir de armas a su gente y ante la reacción antigoda del gobierno de Constantinopla, en 401, invadió la prefectura de Italia donde fue vencido por Estilicón el 6 de abril de 402 en Pollentia y posteriormente, en Verona. Como consecuencia firmó con Honorio una paz efímera durante la que Estilicón buscó su alianza para arrebatar la prefectura de Iliria al Imperio oriental.
El emperador ordenó dar muerte a su general en 408 y la nueva situación creada permitió a los visigodos invadir, de nuevo, Italia e incluso asediar Roma. Entonces, reclamó al emperador Honorio ser nombrado general de los ejércitos del Imperio, pero esto no le fue concedido, por lo que se dirigió de nuevo a Roma saqueando la ciudad durante seis días en agosto de 410 y llevándose consigo como botín a la hermana del emperador, Gala Placidia. Después del saqueo de Roma se dirigió hacia el sur de Italia para asegurarse un paso al África. Pero murió, y su sucesor, Ataúlfo se dirigió a la Galia donde instauró en el 414 un régimen godo con capital en Narbona donde se casó con Gala Placidia y proclamó su política de sostener el nombre de Roma por la fuerza de las armas godas. Pero fue asesinado y su sucesor Walia fracasó en un intento de cruzar a África y finalmente en el 418, un acuerdo con los romanos le aseguró un asentamiento en el sudoeste de la Galia y al noreste de Hispania, entre los ríos Garona y Loira.
Durante la noche de fin de año del 406 una gran coalición de pueblos germánicos, principalmente vándalos, suevos y alanos, cruzaron el Rin, traspasaron las posiciones defensivas romanas, capturaron ciudades del norte de la Galia y avanzaron hacia el suroeste. En el 409 las ciudades de Aquitania se vieron amenazadas y la coalición invasora prosiguió su camino a través de los Pirineos dirigiéndose hacia Hispania. En pocos años los bárbaros fueron construyendo reinos que compitieron por las mejores tierras y despojaron y dispersaron a los terratenientes romanos.
Al mismo tiempo la inquietud local en Britania y las incursiones sajonas a lo largo de la línea costera provocaron una serie de proclamaciones imperiales, como resultado de las cuales el usurpador Constantino III cruzó las Galias, estableció su corte en Arlés y pronto expandió su poder a Hispania. Coincidió este momento, con la invasión de Alarico, por lo que el gobierno romano no pudo hacer mucho para luchar con dicha usurpación de las Galias. Después de la proclamación de Constantino III, Britania estuvo gobernada por reyezuelos locales más o menos continuadores del poder romano, y desde mediados del siglo V fue progresivamente ocupada por los sajones desde el Este.
En las Galias, Armórica y buena parte de la región central de la provincia fueron controladas a partir del 410 por insurgentes conocidos como bacaudos o por los enclaves germanos establecidos localmente.
En el 429 los vándalos pasaron de Hispania a África y en pocos años se abrieron camino hacia Cartago. Una expedición enviada desde Oriente ofreció alguna resistencia al avance de los vándalos, pero en el 435 cayeron la parte oriental de Mauritania, Numidia, y dos años más tarde, Cartago.
En el 420, los hunos se establecieron en las llanuras de Hungría, al norte del Danubio. Desde allí comenzaron a entrar en territorio romano, lo que amenazó la ruta terrestre entre Oriente y Occidente, que en el siglo IV había sido la columna vertebral del Imperio así como el acceso tradicional a las bases de reclutamiento. En el 430 el gobierno romano pactó con el rey huno, Rugila, una serie de acuerdos que implicaba pagos de subsidios; pacto que se mantuvo con sus sucesores, Bleda y Atila. En el 441 estalló la guerra abierta, Atila tomó las ciudades de Sirmio, Margus, Naissus y Filipópolis; lo que terminó, en el 449 con un incremento en el pago de los subsidios, y la evacuación romana de los territorios situados a la ribera del Danubio.
Tras un acuerdo con la corte de Constantinopla, Atila avanzó hacia la Galia, pero fue derrotado en los Campos Cataláunicos por las fuerzas combinadas de romanos, visigodos y burgundios. Entonces decidió invadir Italia: saqueó Aquilea, Milán y Ticinum. Pero, Atila se detuvo en el Po, adonde acudió una embajada formada, entre otros, por el prefecto Trigecio, el cónsul Avieno y el papa León I. Tras el encuentro inició la retirada sin reclamar los territorios que deseaba.
Se han ofrecido muchas explicaciones para este hecho. Puede que las epidemias y hambrunas que coincidieron con su invasión debilitaran su ejército, o que, lo más probable, las tropas que Marciano, emperador de Oriente envió al otro lado del Danubio le forzaran a regresar, al verse encerrado en Italia, sin apoyo naval alguno y con un ejército enemigo en su retaguardia. Otras versiones cuentan que un temor supersticioso al destino de Alarico I, que murió poco después del saqueo de Roma en el 410, hizo detenerse a los hunos. La leyenda cuenta que fue San León Magno quien consiguió la retirada de Atila de la península. Finalmente Atila murió en el 453 y con él, el poder de los hunos.
La dinastía de Teodosio en Occidente terminó con el asesinato de Valentiniano III en el 455, sucedido por varios emperadores de corta vida. Tras el reinado de Libio Severo, puesto por Ricimero quien era el que en verdad gobernaba, el emperador de Oriente, León provocó la instalación en Occidente de Antemio. Cuando este y Ricimero iban a enfrentarse, León los reconcilió por medio de Anicio Olibrio, un senador occidental exiliado en Constantinopla. Pero Antemio fue asesinado, y Anicio Olibrio se convirtió en emperador. Tras la muerte de este pocos meses después, el gobierno oriental envió a Julio Nepote para reemplazar a Glicerio, sucesor de Olibrio. Nepote fue desposeído por el general Orestes, quien encumbró a su propio hijo, Rómulo Augusto, al solio imperial. Como Rómulo Augusto nunca fue reconocido por el Senado, y esta ha sido la principal forma con que los historiadores han reconocido, de entre la maraña de pretendientes, a los legítimos emperadores, hay quien opina que el último emperador fue, en realidad, Julio Nepote.
En este clima de inestabilidad política y por su corta edad, Rómulo no pudo hacer frente a la invasión de los hérulos, y su rey Odoacro conquistó Roma el 4 de septiembre del 476. Esta acción tradicionalmente es considerada como el final del Imperio romano de Occidente, pero la deposición de Rómulo no causó ninguna interrupción significativa en ese entonces. Roma ya había perdido su hegemonía sobre las provincias, los germanos dominaban los ejércitos «romanos» y generales germanos como Odoacro hacía mucho tiempo eran los verdaderos poderes detrás del trono.
Hay muchas teorías sobre la caída del imperio romano, por ejemplo el historiador militar Vegecio afirmó, y fue recientemente apoyado por el historiador Arturo Ferrill, que la caída del imperio romano se debe principalmente a la incorporación de mercenarios bárbaros a las legiones. Esto provocó la desorganización del ejército que no pudo hacer frente a los ataques germanos.
Edward Gibbon argumenta que los romanos perdieron sus virtudes de siglos pasados dejando la tarea de defender el Imperio en mano de mercenarios germánicos que finalmente se les volvieron en su contra. Gibbon considera que el cristianismo acrecentó este proceso dado que la población se interesaba menos por los sucesos terrenales y esperaba una recompensa en el Paraíso.Sin embargo hay que tomar también en cuenta, que los mismos padres de la Iglesia de ese tiempo, argumentaban sobre la guerra justa en legítima defensa.
Ludwig von Mises argumentó que la inflación y el control de precios por los últimos emperadores destruyó el sistema económico del Imperio romano, que simplemente cayó en bancarrota, incapaz de pagar al ejército y provocando malestar en la población.
En contraste de las teorías del progresivo declive del Imperio, Arnold J. Toynbee y James Burke argumentan que el Imperio no pudo haber sobrevivido desde el momento que su expansión territorial se detuvo. Ellos sostienen que el Imperio no tenía un sistema económico estable y que sus principales ingresos económicos eran los botines capturados en las campañas militares.
Algunos historiadores piensan que el término «caída» no es el término apropiado para este período.
Henri Pirenne sostiene que el Imperio de Occidente continuó en alguna forma hasta la expansión del Islam en el siglo VII, la cual interrumpió las rutas del Mediterráneo y llevó al declive a la economía europea.
Historiadores de la Antigüedad tardía, descartan la idea de que el Imperio de Occidente «cayese». Peter Heather ve que el imperio romano se fue transformando en siglos, dado que la cultura de la Alta Edad Media contenía muchos rasgos de la cultura romana y focaliza en la continuidad entre el mundo clásico y el medioevo.
Las causas tradicionalmente apuntadas para explicar la caída del Imperio romano son múltiples, y se relacionan estrechamente con la teoría a la que sirven. Aun así, siempre cabe señalar una serie de factores que innegablemente contribuyeron a la crisis, y, al fin, a la caída de Roma. Así, se puede distinguir entre una serie de causas internas y externas, siendo en las internas en las que más ha ahondado la historiografía contemporánea.
Entre las causas internas se encuentran los problemas por la sucesión del poder, nunca bien resuelta, en general dependiente no de la costumbre o alguna ley escrita, sino de las dinámicas políticas y conspiratorias que se desarrollaban en torno al Solio imperial, y que desde el comienzo del Imperio provocaron inestabilidad y guerras civiles entre los diversos aspirantes y advenedizos. Además, se produjo desde el inicio un debilitamiento acuciante del poder civil, tradicionalmente representado por el senado y la magistratura, que tras el advenimiento del principado habían pasado a ser un cuerpo meramente ceremonial el primero, y un cuerpo burocrático el segundo. De esta forma, toda la administración civil y, en suma, todo el poder civil y ciudadano, pasaron a depender del emperador y a identificarse con él, de manera que todas las inestabilidades asociadas al mismo tenían consecuencias directas sobre la sociedad civil. Dado que la sucesión no estaba garantizada, que el sistema legal —el Derecho romano— era un cuerpo de leyes de índole civil y no constitucional (y por tanto no suponía garantía alguna respecto a la administración del poder, que estaba organizada por derecho consuetudinario según el mos maiorum, que el propio establecimiento del principado había violado), y que el propio principado del emperador dependía en gran medida de la capacidad de este para mantenerse en el poder, cualquier debilidad por parte del emperador podía ser aprovechada por quien tuviera los recursos necesarios para derrocarlo y hacerse con el poder.
Esta dinámica se vio primeramente con las caídas de Calígula y de Nerón y el Año de los cuatro emperadores, pero cobró una importancia capital tras el asesinato de Cómodo y de su legítimo sucesor Pertinax, elegido por el Senado, pero que fue muerto por la guardia pretoriana en un auténtico golpe de estado que demostró la influencia de este cuerpo en el poder civil. Las nefastas políticas de los Severos (como la de convertir en costumbre establecida el realizar donativos extraordinarios al ejército, lo cual hizo peligrar el trono de aquellos que no estuvieran en condiciones de hacerlos) no hicieron sino incrementar la politización del ejército y convertir en costumbre la injerencia de este en el poder político. Así, tras el asesinato de Alejandro Severo se inició una crisis en la cual muchos generales con un mínimo de poder decidieron optar al trono por la vía militar, invadiendo el propio imperio, que fue asolado por una continua guerra civil durante el siglo III: la tradición dice que en algún momento del reinado de Galieno llegó a haber hasta 30 emperadores advenedizos, a imitación de los Treinta Tiranos de Atenas.
Tras la entronización de Diocleciano y el establecimiento de la Tetrarquía, esta dinámica no fue frenada del todo, y, de hecho, desde el siglo III en adelante, cualquier general o caudillo del ejército fue una auténtica amenaza para el emperador (como se vio con el asesinato de Aecio). En un determinado punto, la figura del emperador no era más que la del caudillo del ejército, lo cual puso de manifiesto el colapso del imperio, y el fin de sus instituciones; las antiguas magistraturas se habían convertido ya entonces en cargos ceremoniales y sinecuras sin ninguna relevancia práctica, y la administración estaba en manos de una burocracia cortesana corrupta y escasamente eficaz. En este sentido, se ha venido apuntando a que el debilitamiento del poder civil bien pudo deberse a la pérdida de las virtudes cívicas tradicionales romanas. Así por ejemplo, se ha señalado cómo, para finales del siglo II, el Senado estaba compuesto en su mayoría por provincianos que veían en la dignidad de senador un título honorífico, y que no comprendían la importancia y responsabilidad que los romanos habían atribuido al cargo.
Las guerras civiles también desfavorecieron la economía del Imperio, ya que las regiones de este se convirtieron en escenario de esas guerras civiles, asolando los cultivos y los recursos del suelo, que eran la base de la economía. Al ocasionarse tal daño a la producción, hubo menos excedente, y se produjo una caída de la población. Las calzadas que antes, bien guardadas, suponían uno de los principales bienes del Imperio, al permitir un cómodo transporte de mercancías, capitales y personas, cayeron en una profunda inseguridad que hizo mermar sobremanera el comercio interior, arruinando a la industria, generalmente asociada a las ciudades. Esto produjo una despoblación del medio urbano, y generó toda una casta de vagabundos que se dedicaban a trasladarse por las calzadas del imperio sin oficio alguno, dedicándose muchos de ellos al bandolerismo, lo que perjudicó aún más si cabe al comercio. La falta de conquistas, las malas condiciones de vida de los esclavos, y el coste intrínseco que llevaban asociados (manutención...), hizo que la mano de obra esclava se encareciera y comenzara a escasear, sumándose así al debilitamiento económico general y reduciendo la producción agrícola, que era el principal empleo de los esclavos. Precisamente la falta de conquistas redujo la entrada de metales preciosos en el Imperio, cuya extracción minera había declinado con el agotamiento de las minas de Hispania, por lo que se produjo una contracción de la base monetaria, basada en dichos metales, que frenó todo intento de crecimiento económico. Además, la creciente presión fiscal fruto de la necesidad de sufragar un ejército cada vez más exigente y de una corte y de una administración cada vez mayores (ocasionado esto último por la implantación de la tetrarquía, cuyas instituciones se mantuvieron aun cuando esta hubo desaparecido de la mano de Constantino), y que a partir de la crisis del siglo III aparece como un tema recurrente en las fuentes históricas, produjeron un empobrecimiento general de la población, y un deterioro de la economía, que se había caracterizado por ser prácticamente incapaz de generar riqueza si no era gracias a las conquistas. Se produjo, pues, un curioso proceso de empobrecimiento del imperio e incremento de las necesidades recaudatorias, que llevó a ciertos emperadores como Galerio a desarrollar políticas de auténtica extorsión a los contribuyentes, en las que se recurría a la tortura y al asesinato con el fin de recaudar para el erario: en definitiva, el gobierno persistió en una política fiscal que su pueblo no podía soportar y que solo lograba empobrecerlo aún más.
A esto se añadieron otras desastrosas medidas económicas de los siglos III y IV, como lo fueron las devaluaciones de moneda y acuñaciones fraudulentas como forma de conseguir más fondos, pero con la consiguiente pérdida de confianza en la unidad monetaria básica del imperio; las continuas regulaciones de los precios de las materias primas para frenar una inflación galopante producida por las políticas monetarias; una penalización fiscal del comercio, al aprobarse, por ejemplo, nuevos impuestos relativos al transporte de bienes por mar; los nefastos decretos de Diocleciano en torno a la mano de obra, que establecieron lo que durante el feudalismo se conocería como servidumbre, al obligar, como forma de evitar una creciente despoblación urbana, a que los hijos heredaran el empleo de los padres; el colapso del sistema esclavista al perderse la principal fuente de esclavos con el fin de las conquistas; la creciente burocratización del imperio, y la pompa de la corte imperial, que se convirtió en uno de los elementos más gravosos para los contribuyentes; la introducción de contribuciones forzosas, ante las cuales los campesinos estaban obligados a ceder sus cosechas al ejército; las continuas incursiones bárbaras, que arruinaron las zonas fronterizas; el establecimiento de sistemas recaudatorios basados en las diócesis, en virtud del cual cada diócesis estaba obligada a recaudar una cierta cantidad de dinero, pero sin especificar claramente cómo había de recaudarse, de tal manera que en ciertos casos los más adinerados, desde una posición de poder, se negaban a pagar de forma equitativa y hacían que buena parte de la obligación fiscal recayera sobre los habitantes menos favorecidos o los comerciantes, empobreciéndolos en el mejor de los casos (esto último es la raíz de la exención de impuestos de la que durante el Medievo disfrutó la nobleza).
En definitiva, la situación económica, que se había comenzado a deteriorar al terminarse la expansión del Imperio, se vio abocada al colapso con la adopción de pésimas medidas económicas, que no hicieron sino agravar una crisis que perduró aún durante los pocos períodos de paz de los que disfrutó el imperio en los siglos III, IV y V. Además, muchas de las medidas económicas adoptadas (servidumbre, exención de la nobleza...) sobrevivirían al propio imperio, y condicionarían negativamente toda la economía medieval de Occidente, que realmente no empezó a recuperarse de la crisis hasta las Cruzadas: se pasó, pues, de una economía agraria basada en el esclavismo, con un importante elemento urbano, a una economía agraria de subsistencia, en la que, además, el escaso desarrollo tecnológico en el ámbito agrario —debido en buena medida al empleo en el Imperio de la mano de obra esclava—, unido al declive de las rutas comerciales mediterráneas debido a la intromisión del Islam (siglo VII), impidió una más rápida recuperación económica, como por otro lado hubiera sido posible, tal y como ocurrió, casi al mismo tiempo, en China tras la caída de la dinastía Han.
En cuanto a las causas externas, la politización del ejército contribuyó a que la frontera se hiciera especialmente vulnerable a los ataques de pueblos bárbaros. Además, las crisis internas coincidieron con un período de grandes presiones demográficas de las tierras bárbaras (Germania, Escitia...) que produjeron la migración de muchos de estos pueblos hacia el Imperio, y que se tradujeron en constantes reyertas fronterizas, escaramuzas, e invasiones que acabaron por desgastar a un Imperio de recursos menguantes. Ciertas políticas en torno a la salvaguarda de las fronteras fueron nefastas: Constantino, con el fin de prevenir posibles rebeliones de los generales fronterizos decidió reducir el número de efectivos de cada legión fronteriza, debilitando las fronteras. Además, la inclusión de los bárbaros en el ejército fue un motivo de serios problemas, al actuar estos como auténticos mercenarios al servicio de su propio interés, y que solo luchaban por el oro romano.
El término bárbaro era un vocablo griego que se utilizaba en sus inicios para designar a aquellos individuos que no eran helenos: era un término onomatopéyico que venía a reproducir el bar-bar que los griegos oían sin entender al escuchar hablar a los bárbaros. De hecho, en los comienzos de la época expansiva de la República romana, los griegos solían llamar a los romanos bárbaros, si bien con el tiempo el vocablo, considerado ofensivo por los romanos, pasó a emplearse no solo contra todas las tribus escasamente civilizadas que rodeaban al imperio (noción de bárbaro que en la actualidad hemos heredado), sino, en general, contra todos los que no fueran romanos (los persas, por ejemplo, eran bárbaros).
Las invasiones bárbaras se inician en el principado de Marco Aurelio, que murió de peste en Viena mientras estaba en campaña. Desde ese momento, la salvaguarda de la frontera norte va a ser fundamental para el Imperio, si bien este siempre vio como principal amenaza a Persia, en la frontera oriental, sobre todo a partir del advenimiento de los persas Sasánidas durante el principado de Alejandro Severo. Los emperadores subsiguientes tuvieron que dedicar muchos de sus esfuerzos a salvaguardar ambas fronteras en innumerables campañas que fueron desgastando paulatinamente al Imperio. Por otro lado, la inclusión de bárbaros en las filas romanas había sido habitual desde tiempos de la República, empleándolos sobre todo como auxiliares.
Tras la decisión de Constantino de trasladar la capitalidad del Imperio a Constantinopla, se inicia un proceso en el que Occidente, mucho más vulnerable al ataque de los bárbaros del norte, va perdiendo relevancia política dentro de un Imperio cuyo centro de gravedad se traslada hacia las provincias orientales, tradicionalmente más ricas y populosas, de manera que, cuando los sucesores de Constantino se dividen el Imperio, los emperadores de Occidente heredan unos dominios con los mismos problemas estructurales que los orientales, pero menos poblados, más pobres, y con una frontera mucho más insegura, que acabará por colapsarse y dejar paso a las invasiones germánicas que en el siglo V, con el saqueo de Roma por parte de Alarico, acabaron por suponer la caída de Roma. A consecuencia de esto, las tribus bárbaras de los francos, godos, visigodos, ostrogodos, lombardos, burgundios, sajones..., pasaron a dominar el territorio del Imperio romano de Occidente.
Cabe señalar, no obstante, que la invasión de las tribus germánicas no supuso el fin automático de la unidad romana. Para empezar, la inmensa mayoría de la población de los territorios de Occidente (actuales Francia, Gran Bretaña, España...), seguían siendo nativos de dichas tierras. Así, los antiguos bretones no fueron sustituidos por los anglosajones, ni los galos lo fueron por los francos (esto puede entenderse si se piensa en la escasa impronta genética dejada por los visigodos en España), sino que más bien se produjo un paulatino proceso de asimilación por ambas partes, en el cual en general las nuevas naciones retuvieron el nombre de sus conquistadores, si bien la mayoría eran descendientes de los conquistados. Contrario, pues, a lo que se cree, los actuales ingleses, por ejemplo, son descendientes en su mayoría de los bretones, no de los anglos y los sajones: ocurrió que, cuando, durante la Alta Edad Media, los pocos cronistas que hubo se preguntaron por el destino de los antiguos habitantes de las provincias de Occidente, llegaron a la conclusión de que habían sido masacrados durante las invasiones, al no ser capaces de explicarse la razón por la que los pueblos de su tiempo retenían el nombre de los conquistadores. Además, en ciertos territorios como España o Francia, el ser descendiente de los visigodos o de los francos era, en contraposición con serlo de los galos, árabes o íberos, garantía de pureza de sangre, y por ende de nobleza, por lo que rara vez nadie reclamaría ser descendiente de los pueblos romanos sin tener claro su linaje: solo la más alta nobleza, llamada nobleza inmemorial por ello, reclamó ser descendiente directo de la nobleza romana. Por otro lado, como prueba de asimilación cultural se sabe por ejemplo que en el reino lombardo de Italia, la población itálica estuvo inicialmente sujeta al derecho romano, mientras que la lombarda a las costumbres legales germanas (juicio de dios...), si bien conforme avanzó el tiempo, y ambos pueblos fueron entremezclándose, se acabó por alcanzar una cierta uniformidad legal, previa a la caída del propio reino de mano de los francos de Carlomagno.
A pesar de la conquista, se mantuvo, pues, un elemento cultural común en todos los territorios; la fe cristiana como elemento de unidad religiosa; un ideal de gobierno basado en el romano, hasta el punto de que los emperadores alemanes se hacían llamar Kaiser (de Caesar, César) como señal de prestigio; en la mayoría de los casos, un idioma descendiente del latín vulgar (incluso en la lengua inglesa un 30 % del léxico proviene del latín, y otro 30% del francés). Por su parte, las antiguas rutas comerciales, aunque empobrecidas, se mantuvieron hasta el advenimiento del Islam en el siglo VII: se sabe de la llegada frecuente de mercaderes sirios a Marsella durante los siglos V y VI, por ejemplo. Muchos autores consideran, de hecho, que fue la llegada del islam la que puso un final de facto al Imperio romano, al menos en Occidente, al cortar las rutas comerciales mediterráneas. Así pues, la fragmentación del imperio fue sobre todo de índole política.
Por su parte, el Imperio romano de Oriente sobrevivió a las invasiones bárbaras como una unidad política casi intacta, y se consideró el legítimo heredero del Imperio romano, al mantener su cultura, religión e instituciones tardías. En efecto, dicho Imperio romano de Oriente, que la tradición occidental pasó a llamar Imperio bizantino, fue conocido durante todo el Medioevo como Imperio romano, y sus emperadores reconocidos como los sucesores de Augusto y Constantino: el propio idioma griego, aún hoy, retiene la palabra "romanoi" para referirse a sí mismo, tal y como hicieran los griegos bizantinos, que se veían como romanos. En Occidente, aunque desdeñados, el prestigio de estos.
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