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Privilegiados



Privilegio es la ventaja exclusiva[1] o especial (como la exención de una obligación general o el permiso para condiciones de exclusividad) que goza por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.[1]​ Se opone al moderno concepto de derechos, y puede identificarse con el antiguo concepto de honor. Respondiendo a su origen etimológico (el latín privilegium), puede definirse como una «ley privada», o sea, no pública o general, sino relativa a un individuo o cuerpo social específico y distinguido de los demás.[2][3]

En origen los estamentos privilegiados de la sociedad feudal y del Antiguo Régimen eran un cuerpo social definido por el privilegio, mientras que el concepto de clase privilegiada en la sociedad contemporánea se equipara en el lenguaje usual al de clase dirigente o clase alta, la que dispone de mayor riqueza y poder político; equivalente a conceptos como «élite» o «aristocracia».

Los estamentos privilegiados eran dos: la nobleza y el clero, y basaban sus privilegios en su función: una sociedad dividida en oratores, iudices et laboratores, ponía el privilegio en manos de quienes tenían a su cargo la salvación o condenación eterna (oratores: clérigos) y la protección o el castigo físico (iudices: caballeros), mientras que el tercer estado (laboratores) era no privilegiado, debía trabajar para mantenerse a sí mismo y a los otros dos.

El resultado es que cada estamento (incluso cada individuo de él en razón del título o cargo que ocupara) tendría una serie de beneficios por causa de privilegio: desde no pagar impuestos (de hecho, cobrarlos) hasta prelaciones protocolarias (como la de cubrirse delante del rey, cosa que podían hacer los grandes de España). El fuero eclesiástico o el fuero universitario (es decir, la jurisdicción privativa o privilegiada de los que se acogen a él) se solía indicar incluso con cadenas que marcaban la frontera a partir de la cual cualquiera podía acogerse al sagrado de un templo, o un estudiante al de su colegio, aunque estuviera perseguido por la autoridad civil. Los conflictos que ese privilegio suscitaba fueron a veces notables, como el de Tomás Becket con el rey de Inglaterra.

Cada territorio, provincia y municipio podía tener su propio fuero o carta puebla, con la que de hecho las ciudades se convertían en «señores colectivos» cuyo señorío eran sus «tierras» o alfocescomunidad de villa y tierra»).[4]​ Lógicamente, los beneficios que esos privilegios locales otorgaban eran muy distintos, desde la hidalguía universal que pretendían algunos territorios del norte de España (Vizcaya y Guipúzcoa, entre otros),[5]​ hasta la celebración de ferias y mercados, la exención de determinados impuestos o cargas militares, o incluso lo contrario (Espinosa de los Monteros mantenía orgullosamente el privilegio de dotar al rey del cuerpo de los Monteros de Espinosa), la condición de puerto franco (Canarias, entre otros), etc.[6]

Los gremios y la actividad comercial y artesanal también se regulaban con el principio de los privilegios, para mantener controlado el acceso y el ejercicio de cada actividad, a cargo de las autoridades o de los propios agremiados, evitando la competencia.

El monopolio de determinadas rutas comerciales o productos del comercio, sobre todo colonial, fue una constante del sistema económico llamado mercantilismo. En ese contexto se entiende la existencia de las primeras compañías comerciales llamadas compañías privilegiadas (las neerlandesas VIC y VOC, la Compañía de las Indias Orientales inglesa, o para el caso español, la Compañía Guipuzcoana de Caracas, dedicada al cacao).

También en el comercio interior se producen los llamados estancos o monopolios (de la sal, del tabaco, del papel sellado, de los naipes, del aguardiente...) que forman parte de las regalías del monarca.

Los privilegios son contradictorios con el mundo contemporáneo, y teóricamente desaparecen con la Revolución Liberal, Revolución Burguesa y Revolución industrial. En Francia, la Revolución francesa lo hace con la obra legistaliva de la Asamblea Constituyente, simbólicamente con la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. Inglaterra, que había tenido su revolución inglesa en el siglo XVII, mantiene la presencia de muchas situaciones privilegiadas en lo social, aunque en lo económico defiende el mercado libre. En España, se suele poner la obra de las Cortes de Cádiz, sobre todo la Constitución de 1812, como la que suprime los privilegios (restaurados por dos veces por Fernando VII con el paréntesis del trienio liberal, con la agitada historia del comienzo del reinado de Isabel II y la Guerra Carlista como aparente final).



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