El motín de las quintas (en catalán, Avalot de les quintes) que tuvo lugar en Barcelona en 1773 se inició al publicarse una nueva Real Ordenanza de Quintas aprobada en 1770 por Carlos III que obligaba a reclutar obligatoriamente, por sorteo, a un número determinado de hombres durante el siglo XVIII.
En 1773, cuando el municipio debía confeccionar el alistamiento, aparecieron por las calles de Barcelona numerosos pasquines que incitaban al pueblo a sublevarse. El 4 de mayo, unos hombres subieron al campanario de la catedral barcelonesa y tocaron a somatén, lo que alarmó a toda la población; otro grupo de hombres que intentaba escaparse por la «Portal Nou» fueron tiroteados; hubo un muerto y once heridos. Varios diputados fueron detenidos y encarcelados; el obispo José Climent intercedió por los presos y los amotinados ante Pedro Rodríguez Campomanes, y eso le costó tener que renunciar al obispado en 1775.
Las quintas no fueron regulares, sino esporádicas, de forma que las revueltas, conflictos y deserciones también fueron esporádicas; ciudades como Sevilla, Cádiz y Santander intentaron evitarlas esgrimiendo sus privilegios y recurriendo a medios legales. En Barcelona el motín fue promovido, como los otros, por los mozos y familias más afectados por las medidas de la quinta o por las injusticias cometidas en el proceso de reclutamiento, pero también contaba con los precedentes de las revueltas que causó la implantación de los Decretos de Nueva Planta en 1726. Su característica fundamental fue la resistencia corporativa de toda la población a la imposición de un sistema obligatorio de reclutamiento, resistencia que encarnó principalmente la Diputación de Barcelona. La falta de voluntarios para el ejército se suplía así a la fuerza, pero algunos municipios consiguieron evitarla llenando el cupo con ingenio mediante redadas de vagos, maleantes e infelices o mediante la compra de soldados. Las rebeldías también se fraguaban a nivel individual y los mozos que por su condición de pecheros no podían presentar ninguna exención, acudían a estratagemas: desde cortarse un dedo hasta simular ser hijo de viuda o de padre sexagenario. En ocasiones el rechazo a las quintas se manifestaba a través de otros procedimientos como la desaparición de todos los mozos de un pueblo, su huida e, incluso, la resistencia armada, el bandolerismo o el enfrentamiento abierto. Como las autoridades municipales echaran mano de aquellos que podían ser considerados menos «útiles» al bien común, es decir, a los intereses locales y caciquiles, esto daba pie a numerosos atropellos; había fraudes, falsificaciones, sobornos al escribano o al médico encargado del tallaje; la chispa podía estallar también si estos funcionarios se negaban a ser sobornados. La violencia se desencadenaba, sobre todo, en el momento de llevar a cabo las operaciones de tallaje y sorteo; a su vez este ambiente de violencia era producido por los innumerables fraudes que se cometían.
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