Matías Sánchez Sorondo nació en Buenos Aires.
Matías Guillermo Sánchez Sorondo (Buenos Aires, Argentina, 1880 - 1959) fue un abogado y político argentino, de ideas conservadoras. Ocupó varios cargos políticos a lo largo de su vida, entre los que se destaca el de Ministro del Interior durante la presidencia de facto de José Félix Uriburu; sin embargo, se vio obligado a renunciar tras el fracaso electoral en la provincia de Buenos Aires. Además, se desempeñó como director general de escuelas y como diputado y senador nacional.
Nacido en Buenos Aires en 1880, Sánchez Sorondo fue designado para como titular de la Dirección General de Escuelas para el período 1914-1917; tras concluir su mandato, fue elegido diputado nacional por la provincia de Buenos Aires. Desde este lugar se opuso a algunas medidas del presidente Hipólito Yrigoyen (U. C. R.), como la creación de la flota de la marina mercante, cuyo objetivo era afianzar la política agrícola y defender el comercio exterior del país. El gobierno había adquirido, mediante un acuerdo de ministros, el buque Bahía Blanca, un navío de origen alemán que había luchado en la Primera Guerra Mundial.
En la sesión del 6 de noviembre de 1919, Sánchez Sorondo manifestó que
Con esto, afirmaba que se había actuado a espaldas del Congreso Nacional con el acuerdo de ministros y que el barco no podía navegar ya que quedaba incluido en un acuerdo firmado por los aliados y Alemania, en la que esta última debía entregar los buques con un peso superior a 1600 toneladas. Los argumentos de Sánchez Sorondo fueron refutados por el bloque radical, que le respondió que la Ley de Contabilidad de 1885 avalaba el acuerdo de ministros para designar el presupuesto y que el navío podría ser utilizado, ya que el acuerdo citado sólo afectaba a los países que habían participado en la guerra; Argentina quedaba fuera de él, ya que se había mantenido neutral.
En 1930, fue uno de los principales impulsores del golpe de Estado a Yrigoyen. El 1 de septiembre de 1930 se reunió con José Felix Uriburu en su casa para diagramar el golpe de Estado que se llevó adelante el 6 de septiembre de 1930.
Tras el golpe fue designado Ministro del Interior del Gobierno de Uriburu. Su primera medida fue convocar a una gran celebración en Plaza de Mayo a la que fue invitada -con tarjetas bordadas en hilos de oro- toda la elite porteña.
Allí, frente a un auditorio que lo vitoreaba, dio su primer discurso como ministro, en donde mostró su odio y repulsión al gobierno saliente.
Este fue su discurso:
El gobierno yrigoyenista ha caído, volteado por sus propios delitos.
Desde hace largo tiempo el país asistía, al parecer adormecido e inerme, al proceso angustioso de su paulatina degradación. Todo estaba subvertido: las ideas y la moral; las instituciones y los hombres; los objetivos y los procedimientos; una horda, una hampa, llevada al poder por la ilusión del pueblo, había acampado en las esferas oficiales y plantado en ella sus tiendas de mercaderes, comprándolo y vendiéndolo todo, desde lo más sagrado, como el honor de la patria, hasta lo más despreciable, como sus mismas conciencias. La ineptitud, el favoritismo sin escrúpulos, el medro personal, la concusión, el robo descarado, fueron las características de la época yrigoyenista que ha pasado, ya vomitada por el pueblo, al ghetto de la historia.
Poco a poco y trabajosamente se ha ido formando la conciencia colectiva sobre este sistema funesto que estaba estrangulando a la República y envenenando las fuentes profundas de la vida nacional. Voces aisladas primero se levantaron en la tribuna parlamentaria para acusar a Yrigoyen en su primera administración con un sentido certero de la verdad que hoy, once años después, encuentra su categórica confirmación. Yrigoyen enjuiciado por la opinión y expulsado por la asamblea del pueblo es ante la historia un ejemplo más significativo y elocuente que Yrigoyen acusado por la Cámara de Diputados y destituido por el Senado de la Nación. Después, núcleos importantes se congregaron para abatir al yrigoyenismo en el terreno del comicio buscando legal y patrióticamente, aunque vanamente, disipar el engaño colectivo, y por fin, y como una marea que se extiende, la convicción íntima y definitiva se apoderó unánimemente del pensar y del sentir de los hombres honestos, de que era indispensable concluir de cualquier modo, pero concluir con esta causa maldita de la ruina nacional. El pueblo, sacudido, despertado, devuelto a sí mismo, recobradas las viejas virtudes del civismo argentino, se ha levantado, se ha puesto en marcha y sencillamente, sin disparar un tiro de soldado, a través de los metrallazos de los asesinos emboscados que han rubricado como lo que eran la página final de su actuación, ha ocupado la Casa de Gobierno y se dispone a limpiarla. El 6 de setiembre de 1930 marca en la historia argentina una de las grandes fechas nacionales, junto con el 25 de mayo y el 3 de febrero. Son las revoluciones libertadoras. Y ésta es la única que ha triunfado después de la organización nacional, a diferencia de los otros pronunciamientos, porque destituida de carácter político o partidario, sólo contiene la exigencia impostergable de salvar las instituciones.
He ahí el sentido íntimo de este movimiento. La revolución iniciada por el ejército estaba ya en la conciencia pública. La ha concebido el amor sagrado de la patria; la ha alimentado la esperanza de los argentinos y la ha ejecutado el brazo de su pueblo. Ciudadanos: Henos aquí ante vosotros, en la plaza histórica y frente a la Pirámide que recuerda el nacimiento de la Nación.
Os habla en nombre del gobierno, en esta casa, desde cuyos balcones no resonó hace larguísimos años la voz de los depositarios del poder, para dirigirse al pueblo. Y os digo: Hemos jurado observar y hacer observar fielmente la Constitución, por Dios y los Santos Evangelios. Ratificamos y explicamos ante vosotros este juramento. Empeñamos nuestra palabra y nuestras vidas para conseguir que la República vuelva a su estabilidad institucional. Ninguno de nuestros actos se apartará de este sagrado objetivo. Devolveremos al nuevo Congreso intacto el patrimonio constitucional y legal de la Nación. Y después de haber instalado el gobierno futuro que el pueblo elija en la plenitud de sus atribuciones, no habrá ni podrá haber mejor recompensa que la de observar desde nuestro retiro cómo se desenvuelve en paz y eficacia, para grandeza de la Nación.
Fue miembro de la Academia Argentina de Letras.
Tras el fracaso electoral de 1931 frente al radicalismo, Sánchez Sorondo se vio obligado a renunciar el 15 de abril, siendo sucedido por Octavio S. Pico. El hecho también acarreó las dimisiones de otros ministros.
Posteriormente fue senador nacional por la provincia de Buenos Aires entre 1932 y 1941, y presidió el Senado entre 1939 y 1941. Luego fue senador provincial, y también presidió el senado bonaerense entre 1941 y 1943.
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