Inmediatamente después de la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833, la regente María Cristina de Borbón trató de llegar a un acuerdo con los partidarios del pretendiente al trono Carlos María Isidro sin perder el apoyo de los liberales. Esa fue la encomienda que se le confió a Francisco Cea Bermúdez, líder de un gobierno que duró apenas tres meses. Aunque los esfuerzos por atraerse a los carlistas fueron vanos, su gobierno emprendió una reforma de gran envergadura: la división de España en provincias y regiones (división referida únicamente al territorio de la «península e islas adyacentes»). Las primeras siguen estando vigentes en la actualidad con la única excepción de Canarias, que originalmente constituía una sola provincia.
Mediante una simple circular en noviembre de 1833, su secretario de Estado de Fomento, Javier de Burgos, creó un Estado centralizado, dividido en 49 provincias y 15 regiones. Las provincias recibieron el nombre de sus capitales (excepto cuatro de ellas, que conservaron sus antiguas denominaciones: Navarra, con capital en Pamplona, Álava con Vitoria, Guipúzcoa con San Sebastián y Vizcaya con Bilbao).
El proyecto de Javier de Burgos es prácticamente el mismo que el proyecto de 1822, pero sin las provincias de Calatayud, Vierzo y Játiva; además, otras provincias cambian de nombre al cambiar de capital.
La división territorial de Javier de Burgos de 1833 incluía 49 provincias. El detalle de 43 de dichas provincias se hacía aludiendo a su pertenencia a 11 regiones históricas que aparecían nombradas por orden alfabético, en tanto que las 6 provincias restantes de: Canarias, Palma de Mallorca, Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya fueron listadas de manera independiente a región alguna y sólo en las décadas posteriores a la entrada en vigor del Decreto pasarían a ser consideradas a nivel práctico también como regiones (de carácter uniprovincial en el caso de Canarias, Baleares y Navarra; de carácter pluriprovincial en el caso de Vascongadas agrupando a las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya), elevando el número total de regiones a 15.
De esta manera, el decreto de Javier de Burgos adscribía, de forma intencionada, un nivel superior al provincial, al hacer referencia expresa de varias provincias a un ente definido, con independencia de si a tal ente supraprovincial se le atribuían, en tal momento o en momentos posteriores, o no funciones administrativas.
Tal situación jurídica, como Regiones de España, se mantuvo con la Constitución Española de 1931, dando paso ya a su constitucionalización y, por tanto, prosiguen como tales regiones constitucionales a lo largo del proceso histórico subsiguiente.
Además del propuesto de 1822, el modelo de Javier de Burgos eran los departamentos franceses y si bien muchas de las decisiones de límites y adscripciones a provincias pudieron parecer arbitrarias (de acuerdo a criterios históricos y geográficos), no lo fueron tanto, puesto que seguían ciertos criterios «racionales»: extensión (desde el punto más alejado de la provincia debería poder llegarse a la capital en un día), población (las provincias deberían tener una población entre 100.000 y 400.000 habitantes) y coherencia geográfica. A la cabeza de cada provincia, el gobierno de la nación designaría un representante, que ostentaría el título de «jefe político».
Entre los diputados a Cortes existió un amplio sector que abogaba por erradicar el entonces llamado provincialismo. Para ello apostaron por que las provincias no fueran denominadas con nombres históricos como solicitaba la Diputación de Santander tratando de recuperar el nombre de Provincia de Cantabria desde 1821. Lo mismo sucedió en La Rioja, ya que si bien la comisión de división del territorio español y las cortes acordaron en 1821 que la provincia conservara su nombre tradicional de Rioja –que ya tenía desde muy antiguo– recibió finalmente la denominación de su capital, Logroño. También Asturias adoptaría el nombre de su sede administrativa, Oviedo. Dichos apelativos de Asturias y La Rioja se contemplaron en un principio, pero fueron suprimidos en algún momento de la tramitación del proyecto de división provincial y sustituidos por los de sus capitales, manteniéndose únicamente los de las provincias forales de Vascongadas y Navarra y las de los archipiélagos. Se hicieron menos concesiones a la historia, ya que persistieron muy pocos enclaves, los más importantes son: el Rincón de Ademuz (provincia de Valencia) y el Enclave de Treviño (provincia de Burgos). Además, obviando las reivindicaciones provinciales de Calatayud y Alcañiz.
"Esta división provincial y regional de España se consolida e inserta en los Pueblos de España, en la base de sus ciudadanos y cristaliza plenamente, hasta llegar a las realidades sociales, en nuestros días, de las referencias en la Constitución de 1931 y Constitución de 1978", en expresión de Francisco Iglesias Carreño, ya que inmediatamente se dota a las capitales de provincias de las instituciones de gobierno básicas, creándose al tiempo los jefes políticos (los futuros gobernadores civiles, hoy delegados y subdelegados del Gobierno). Además, la división provincial será el soporte para todas las ramas de la Administración, y las futuras divisiones. Todos los ayuntamientos, y su alfoz, deben estar íntegramente dentro de una provincia. Poco después están perfectamente delimitadas todas las provincias, con los enclaves correspondientes.
En 1834 se dividen las provincias en partidos judiciales, y para ello se tienen en cuenta los límites provinciales. En los partidos judiciales se pondrán los juzgados de primera instancia e instrucción, que más tarde serían la base para los distritos electorales y la contribución. En 1868 existían 463 partidos judiciales y unos 8000 municipios. En las elecciones municipales de 1999 había 8.037 ayuntamientos, algunos no tenían más de 10 años.
Estas provincias y regiones son asumidas tanto por la Primera República Española de 1873, como por la Segunda República Española de 1931, por la Dictadura de Francisco Franco de 1939 y por la Monarquía Constitucional de 1978. Y aunque el Proyecto de Constitución Federal de 1873 no las respaldaba, las otras dos Constituciones (1931 y 1978) sí que lo hacían y además llegó a estar en vigor todo su articulado (art 2.).
Desde entonces, esta división ha sufrido retoques mínimos: algunas modificaciones de límites y denominación y el cambio de nombre de jefe político, primero a gobernador civil y, posteriormente, a subdelegado del gobierno.
Las provincias definidas en 1833 siguen siendo, de acuerdo con la Constitución Española de 1978, piezas básicas de la organización territorial de España (artículo 141), base de las circunscripciones electorales (artículo 68) y las unidades de las que se componen las comunidades autónomas (artículo 143). El Estatuto de Autonomía de Cataluña, cuya entrada en vigor fue en agosto de 2006, obvia la división provincial, considerando una división en siete veguerías. No se prevé que tal división modifique la división provincial vigente para los cometidos del Estado a fin de no alterar, por ejemplo, el número de senadores o de diputados que Cataluña aporta a las Cortes Generales.
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