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Caciquismo en España



Caciquismo es el nombre que recibió el entramado de relaciones sociales que definían la vida política durante los años de la Restauración borbónica.

El término proviene de la palabra taína cacique, nombre dado a los jefes de tribus amerindias en las islas del Caribe y América. Posteriormente, pasó a designar a personas de gran influencia en territorios rurales de España. En 1884 fue incorporada al Diccionario de la lengua de la Real Academia con su significado actual en sus dos acepciones:

La concreción electoral del caciquismo era tan sólo una de las múltiples formas de manifestarse la influencia de los caciques en una sociedad de clientelas, aun cuando fue la principal característica. En un sentido amplio, la estructura de clientelas en la sociedad española no se creó en la época de la Restauración, sino que hunde sus raíces mucho más atrás. Fue a mediados del siglo XIX cuando, por medio de la venta de bienes desamortizados, el clientelismo rural adquirió una dimensión nueva, al afirmarse en el marco de una economía de mercado. Desde ese momento se fueron decantando las formas de relación social que, con la implantación del Estado liberal canovista, confluyeron para configurar el modo normalizado de funcionamiento político. El sistema caciquil tuvo, según todos los indicios, su principal fortaleza en el mundo agrario, aunque también actuara, en menor medida, en el urbano. Dentro de una España predominantemente rural, las tierras de la Meseta central y del Sur de la Península resultaron ser el campo abonado donde creció con mayor comodidad el caciquismo, al que dirigieron ya desde finales del siglo XIX críticas más violentas los hombres que pretendían reformar la política nacional.

El caciquismo se consolidó en España durante la Restauración (1874-1923). Los caciques se encargaban de controlar los votos de todas las personas con capacidad de voto de su localidad, lo cual era la base de la alternancia política que la Restauración demandaba. Los caciques son personas con poder económico, que cuentan con un séquito (gente que trabaja para él) formado por grupos armados, capaces de intimidar a sus convecinos que saben que si las cosas no transcurren según los deseos del cacique pueden sufrir daños físicos.

El régimen liberal español estuvo en todo momento, hasta la ruptura que significó la Segunda República, y salvo breves y dudosos períodos intermedios, dominado en cuanto se refiere a los procesos electorales por el fraude y el abstencionismo generalizados. El caciquismo era, además de un sistema de estructuración de la sociedad nada igualitario, una vía para poner en relación al mundo urbano, donde se tomaban las decisiones políticas, con el rural, es decir, con la mayor parte del país. A través de las clientelas caciquiles llegaba hasta los lugares más recónditos de la geografía española algo parecido a la autoridad.

A pesar de lo que pudiera parecer, la red caciquil no fue estática ni cerrada desde el primer momento, sino que es posible concebirla como un conglomerado dinámico, que poco a poco parece ir consolidándose en el tejido socio-político hasta hacer poco menos que imposible su desmembración a manos de los gobernantes que quisieron intentarla. El «descuaje» de tan vilipendiados mecanismos vendría de fuera de sus límites, con la irrupción de formas políticas nuevas, y ni siquiera podemos estar seguros de que su desaparición se produjera hasta la Guerra Civil, o incluso más tarde.

En general, se ha enfocado el problema del caciquismo como de carácter esencialmente político y predominantemente electoral. El cacique habría sido una pieza más en la estructura de la Administración centralizada: era el jefe local de uno de los partidos, eslabón en la cadena de una de las muchas clientelas que componían el sistema político. Como tal su misión consistía en la manipulación electoral tendiente a la consecución de unos resultados más o menos ficticios, muchas veces obtenidos por medios ilegales, favorables a su jefe de filas. La base de su poder no habría residido por tanto en su posición económica, sino en su control de los mecanismos administrativos; el cacique, tanto liberal como conservador, tiene en la localidad una influencia que deriva de su control sobre los actos de la Administración; ese control se ejerce en el sentido de imponer a la Administración actos antijurídicos; la inmunidad del cacique respecto a los Gobiernos deriva del hecho de que él es el jefe local de su partido, siendo los gobernantes también jefes nacionales de facciones del mismo o de otro partido o facción, necesitados todos de la lenidad gubernamental para perdurar como tales partidos o facciones. Ese dominio de los mecanismos administrativos habría permitido al cacique la creación y el mantenimiento de un patronazgo, posible gracias a la distribución discriminatoria de favores que beneficiaba a sus fieles.

Las elecciones en España estuvieron marcadas por el fraude, que por sí mismo tenía la suficiente importancia como para haberse constituido en la encarnación misma del sistema político. Unos mecanismos fraudulentos que empezaban por la manipulación del censo electoral, en el que aparecían enfermos, difuntos e individuos desconocidos, cuyos votos eran aprovechados por quien demostraba mayor habilidad en la suplantación y la duplicación de sufragios.

Desde luego, la letra de las leyes no se correspondía con las prácticas políticas, y menos con las electorales. Se ha relatado con frecuencia el proceso de preparación de las elecciones. Este comenzaba con el «encasillado», operación mediante la cual el Ministerio de la Gobernación rellenaba las «casillas» correspondientes a los distritos con los nombres de los candidatos que el Gobierno estaba dispuesto a proteger. Estos candidatos podían ser del partido en el poder (aquel que ha conseguido el decreto de disolución de las Cortes y organizaba las elecciones para fabricarse una mayoría) o de la oposición. Porque el encasillado no era simplemente una orden gubernamental, sino el resultado de arduas negociaciones entre las diferentes fuerzas políticas. De hecho, en el mismo partido que controlaba el Consejo de Ministros solían existir distintas tendencias, representadas por los jefes de filas de diversas clientelas, los cuales exigían un número u otro de escaños parlamentarios dependiendo de sus fuerzas. La descomposición de las dos formaciones dinásticas en el reinado de Alfonso XIII aumentó la cantidad de líderes y dificultó el encasillado.

Tras este tramo del encasillado, que se llevaba a cabo en Madrid, las negociaciones continuaban a nivel local, por medio del representante del poder central en cada provincia, el gobernador civil. El gobernador buscaba el acuerdo con los caciques de su marco de competencia, para conseguir ajustar los resultados de éste a los deseos del Ministerio. Los caciques, que controlaban los diferentes cargos importantes (en los ayuntamientos, juzgados, etcétera), actuaban de acuerdo a su influencia, y a menudo imponían su voluntad al representante gubernamental. Lo normal era que los consistorios municipales y los jueces de la oposición dimitieran en favor de los oficialistas, pero la autoridad podía verse obligada a suspender en sus puestos a quienes no lo hicieran voluntariamente. Más adelante, al ser más difícil llevar a cabo estas falsificaciones, algunos caciques llegaron a inscribir a los muertos del cementerio local.

El fenómeno caciquil se ilustra perfectamente con la anécdota del cacique de Motril, en la provincia de Granada. Cuando llegó el resultado de las elecciones, se lo llevaron al Casino del pueblo. Lo ojeó y, ante los expectantes correligionarios que lo rodeaban, pronunció las siguientes palabras:

Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra. Al parecer, hemos sido nosotros, los conservadores, quienes hemos ganado las elecciones.

Durante el reinado de Alfonso XIII el sistema político y social que el caciquismo representaba fue motivo de escándalo para muchos. Pero las relaciones de poder descritas duraron hasta por lo menos los comienzos de la cuarta década del siglo XX. Ante la desmovilización popular y una oposición que no conseguía articular auténticos movimientos de masas en el país, la red caciquil continuó funcionando sin que los intentos por acabar con ella tuvieran éxito. La efectiva democratización no llegaría hasta 1931, cuando la República, que para muchos encarnaba la libertad y la democracia en sentido auténtico, tendría que enfrentarse con obstáculos que impidieron la implantación duradera de un régimen representativo en España.

Hubo momentos en que parecía que la opinión pública iba en efecto a romper el círculo político oligárquico, como cuando se implantó el sufragio universal masculino (1890), en la crisis colonial (1898) o en la última etapa del período, cuando se descomponían los partidos del turno, pero todas las esperanzas quedaron defraudadas. La impotencia que sentían los que deseaban un cambio político sustancial explica parcialmente la aceptación del golpe de estado del general Primo de Rivera, en cuyo programa figuraban de forma preferente el fin de la vieja política y la regeneración del país. Los objetivos que la dictadura declaraba incluían la simple sustitución de la minúscula política de la etapa caciquil, reducida al servicio de las clientelas, por la «auténtica» política. Se concebía la labor del dictador casi como la de un mesías que milagrosamente iba a sacar al Estado de su postración. Sin embargo, las medidas contra el caciquismo que aplicó el nuevo régimen tuvieron una corta duración temporal: se suspendieron ayuntamientos y diputaciones, y se sometió a estas instituciones a la fiscalización de las autoridades militares de cada provincia primero y de delegados gubernativos enviados al efecto después. Estos delegados acabaron en muchos casos convirtiéndose en los sustitutos de los caciques, o vieron imposibilitada su labor regeneradora por la acción de los jueces, que como sabemos formaban parte de las redes caciquiles.

La proclamación de la República y las transformaciones de orden democrático que llevó anejas quedaron reflejadas en aspectos como la participación plena de tendencias políticas hasta entonces marginadas como los partidos republicanos y el socialismo, y el establecimiento de una legislación electoral más justa y participativa. Ello condujo en algunas zonas a la crisis definitiva del sistema caciquil, pero en otras este método de dominación secular conservó toda su fuerza al pervivir los fuertes lazos de influencia personal que eran su garantía. Por otro lado, las instancias tradicionales del poder en el ámbito agrario comenzaron a organizarse en defensa de sus intereses a través de partidos capaces de competir en la nueva situación. Así surgieron nuevas fuerzas políticas de talante conservador como los agrarios; otras sufrieron un significativo proceso de moderación como el radicalismo, y también se formaron importantes partidos de masas, como la CEDA.



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