Andrés Hurtado de Mendoza y Cabrera, II Marqués de Cañete (Cuenca, 1510 - Lima, 14 de septiembre de 1560) fue un militar y político español que llegó a ser el III Virrey del Perú, entre 1556 y 1560. Su gobierno marcó la culminación del período de guerras civiles, caracterizado por continuas revueltas y modificaciones en el escenario del poder. Pacificó el Virreinato, impuso el respeto a la autoridad y fomentó la colonización.
Miembro de un distinguido linaje alcarreño, fue hijo de Diego Hurtado de Mendoza y Silva, I Marqués de Cañete, de la poderosa Casa de Mendoza, y de Isabel de Cabrera y Bobadilla, hija del Marqués de Moya. Nieto de Onorato de Mendoza, Corregidor de Salamanca durante los Reyes Católicos y de Francisca de Silva y Ribera. Bisnieto de Juan Hurtado de Mendoza, II señor de Estado de Cañate, Guarda mayor de Cuenca y montero mayor del Rey, e Inés Manrique, hija del adelantado, Pedro Manrique. Heredó el marquesado de Cañete, concedido a su padre Diego Hurtado de Mendoza y Silva por Carlos I el 7 de julio de 1530, aunque se había creado (pero sin emitir el oportuna Real Despacho), en 1490 por los Reyes Católicos.
Sucedió a su padre en sus posesiones conquenses, siendo Guarda Mayor de Cuenca. Luego, fue Montero Mayor de Castilla y acompañó al emperador Carlos I en las campañas militares que libró en Alemania y Flandes, donde se distinguió.
El 10 de marzo de 1555 recibió la designación de Virrey, Gobernador y Capitán General del Perú y Presidente de la Real Audiencia de Lima. Todavía antes de la partida escribió una carta al emperador, manifestándole tener noticia de que en el Perú habitaban entonces cerca de ocho mil españoles, de los cuales solo quinientos poseían repartimientos de indios, un millar tenían algún negocio u oficio y el resto carecía de medios para subsistir: era necesario, pues, “desaguar” la tierra de tantos elementos ociosos. Con este ideal en la cabeza, y con un nutrido séquito de parientes y criados, entre quienes se contaban sus hijos Felipe y García Hurtado de Mendoza, el conquistador Jerónimo de Alderete como gobernador designado de Chile, el poeta Alonso de Ercilla y el oidor Gregorio González de Cuenca, se hizo a la vela en el puerto de Sanlúcar de Barrameda, el 15 de octubre de 1555.
Apenas tocó tierra en Panamá inició juicio de residencia a los magistrados de la Audiencia y diversos funcionarios, y reprimió a una partida de cimarrones o esclavos negros fugitivos que asolaban la región. El encargado de esta última misión fue Pedro de Ursúa, quien logró apresar al autodenominado “rey de Bayano”, caudillo de los negros, quien fue ahorcado.
El virrey Marqués de Cañete arribó al Perú tocando tierra en Paita el 24 de marzo de 1556; pasó a Trujillo y continuó finalmente por el camino de los llanos hasta arribar a Lima. Era recibido en la Ciudad de los Reyes el 29 de junio de 1556.
Ni bien arribó al Perú, se dedicó con energía a pacificar y ordenar el país, sacudido recientemente por la rebelión de Francisco Hernández Girón. Una de sus primeras medidas fue la orden de confiscación de armamento para ser depositado en la Sala de Armas de Lima. A continuación, otorgó plenos poderes al licenciado Bautista Muñoz y al oidor Diego González Altamirano para extinguir todo signo de rebeldía a la autoridad virreinal en el Cuzco y en Charcas, respectivamente. El primero hizo ajusticiar a los lugartenientes de Girón que aún sobrevivían: Tomás Vásquez, Juan de Piedrahíta y Alonso Díaz. El segundo hizo lo mismo con Martín de Robles, un viejo capitán que había cometido el grave desliz de decir en una carta que el virrey necesitaba ser “puesto en crianza” al igual que sus predecesores, en clara alusión al final trágico del primer virrey, Blasco Núñez Vela. Aunque solo lo había dicho en broma fue tomado como una incitación al delito.
Como muchos capitanes y soldados reclamaban encomiendas y premios por sus servicios, y se ponían a hablar maledicencias contra la autoridad, el virrey invitó a Palacio a los principales cabecillas. Terminada la comida, los hizo arrestar y conducir al Callao, de donde salieron desterrados para España. Eran en total 37 individuos. Al cabo de menos de un año de gestión, reportaba con orgullo al Duque de Alba, que había hecho degollar, ahorcar o desterrar a más de ochocientos sujetos, lo cual contribuyó a descongestionar el país de habitantes nocivos.
Pero no todas fueron medidas de rigor. A fin de dar ocupación útil a los oficiales desocupados, creó la compañía de gentilhombres lanzas (con cien oficiales dotados de mil pesos de renta anual) y la subalterna compañía de arcabuceros (con cincuenta oficiales que cobraban 500 pesos de renta); ambas formaban la guardia del palacio virreinal, bajo el mando de Pedro de Córdoba.
Otra medida importante del virrey para el descongestionamiento del Perú de elementos perturbadores, fue la organización de una expedición pacificadora de Chile. Tras la muerte del gobernador designado de dicho territorio, Jerónimo Alderete (1556), puso al frente de esta misión a su joven hijo García Hurtado de Mendoza, quien salió del Callao el 9 de enero de 1557 con un buen contingente de hombres de guerra. Con ellos iba el oidor Hernando de Santillán como consejero. Los expedicionarios llevaban la misión de apaciguar la hostilidad de los indios araucanos, así como zanjar las diferencias entre los caudillos españoles Francisco de Aguirre y Francisco de Villagra; doctamente asesorado por el oidor Santillán, García logró desarrollar allí una exitosa tarea, si bien la rebeldía de los araucanos persistiría muchas décadas más.
El virrey patrocinó también una serie de expediciones exploradoras hacia el este del territorio del virreinato (selva amazónica y cuenca del Plata), entre las que destacamos las siguientes:
Hurtado de Mendoza promovió también la fundación de nuevas poblaciones (entre ciudades y villas), destinadas a acoger a los españoles faltos de tierras y a indios. Esta labor de colonización fue muy importante pues dichos poblados sirvieron a la vez como puntos de enlace entre las ciudades que ya existían en el país. Mencionaremos las principales de dichas fundaciones:
En el Ecuador, en ese entonces dependiente del Virreinato del Perú, el virrey dispuso fundar varias poblaciones, como:
En Chile su hijo García Hurtado de Mendoza hizo fundar la ciudad de Cañete de la Frontera y las villas de Osorno y Angol de los Infantes; al otro lado de los Andes, en la actual República de Argentina auspició la fundación de Mendoza, cuyo nombre perpetúa su apellido (1561).
A este virrey le correspondió también el logro de hacer que el inca Sayri Túpac, descendiente directo del linaje imperial, abandonase su reducto de Vilcabamba. El virrey recibió a Sayri Túpac en su Palacio de Gobierno de Lima, el día 5 de enero de 1558. Dos días después el Arzobispo invitó al inca a un banquete, donde ocurrió la célebre anécdota tantas veces contada: enterado Sayri Túpac de que solo como toda merced le darían una encomienda en el valle de Yucay, la misma que había sido del rebelde Hernández Girón, arrancó un hilo de la sobremesa y preguntando a sus anfitriones si aceptarían ese hilo en lugar de la sobremesa entera, díjoles que así procedían con él, en cuanto le quitaban un Imperio y le daban un jirón. Lo cierto es que el inca volvió al Cuzco, se bautizó en la Catedral y pasados tres años falleció en Yucay, cuando apenas tenía 43 años de edad.
Entre las medidas de ámbito social de este virrey destaca la visita general que mandó realizar a los indios del Perú para evaluar el grado de explotación que sobre ellos ejercían los encomenderos y las cargas tributarias. Como resultado de esta acción, prohibió que los indios originarios de la sierra fueran trasladados forzosamente a la costa y viceversa. A continuación, dictó una serie de ordenanzas que reglamentaban entre los indios el sembrado, cultivo y comercio de la coca, al tiempo que pretendió desterrar la embriaguez imponiendo una serie de castigos corporales. Fomentó también la labor evangelizadora de los clérigos.
En lo que respecta a la edificación en Lima, realizó las siguientes obras:
En otros lugares del Virreinato hizo las siguientes obras:
En materia educativa, hizo lo siguiente:
En lo que se refiere al patronato regio:
Pese a su meritorio empeño, don Andrés Hurtado de Mendoza debió soportar la antipatía de los funcionarios de la Real Audiencia, que estaban ensoberbecidos por su dilatado ejercicio del poder y coligados con la oligarquía de encomenderos. Dicho tribunal estaba conformado por los oidores antiguos Melchor Bravo de Saravia, Hernando de Santillán y Diego González Altamirano, y los nuevos: Mercado de Peñalosa y Gregorio González de Cuenca (éste había venido con el virrey).
Desde el comienzo el Virrey tuvo malentendidos con el doctor Bravo de Saravia, lo que se agravó con el hecho de no haberle concedido la gobernación de Chile, tal como ansiaba dicho oidor. Con el licenciado Santillán entabló al principio amistad; luego lo mandó a Chile como consejero de su hijo García, pero cuando retornó en 1559, ya se hallaban distanciados. Sometido a juicio de residencia, Santillán retornó a España. El oidor Altamirano fue enviado como Corregidor y Visitador de La Plata, donde se destacó por la severidad de sus procedimientos, lo que ocasionó numerosas quejas, por lo que fue suspendido de sus funciones y enviado a España en 1558.
La Audiencia quedó pues reducida a Bravo de Saravia, Mercado de Peñalosa y González de Cuenca. Á éstos los mantuvo a raya el Virrey, dejándoles la administración de la justicia y comunicándoles tan solo algunos de los asuntos de gobierno. Esto no agradó a Bravo de Saravia, y hubo un violento intercambio de palabras entre ambos, ordenando entonces el Virrey su arresto, pero Saravia logró evadirse y asilarse en el convento dominicano de la capital. Poco después hizo un arreglo con el virrey y volvió a la Audiencia.
Sin embargo, continuó la tensión entre los magistrados y el virrey. Los oidores, aunados al fiscal Fernández y a los oficiales reales, acusaron al virrey de nepotismo y malversación de caudales públicos. Todo ello se sumó a las apasionadas quejas de los vecinos desterrados y de parientes de los rebeldes ajusticiados, desacreditando así la figura del virrey en la Corte. En vista de su mala imagen, el Rey resolvió sustituirlo por Diego López de Zúñiga y Velasco, cuarto conde de Nieva. Debilitado por la reuma y afectado seguramente por la noticia de su destitución, a lo que se sumaron algunos desaires que el Conde de Nieva le hizo en el transcurso de su viaje a Lima, el marqués de Cañete falleció en el palacio de Lima el 14 de septiembre de 1560. Diose a su cadáver sepultura provisoria en la iglesia de San Francisco de Lima, y definitiva en la ciudad de Cuenca de España, a donde fue trasladado años después durante el virreinato de su hijo García.
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