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Dictablanda del general Berenguer



La dictadura[1]​ de Berenguer, comúnmente denominada «Dictablanda», fue el último periodo de la Restauración borbónica y del reinado de Alfonso XIII en España. En dicho período hubo dos gobiernos: el gobierno del general Dámaso Berenguer, formado en enero de 1930 para que restableciera la «normalidad constitucional» tras la dictadura de Primo de Rivera y el que le siguió un año después, el gobierno del almirante Juan Bautista Aznar, que daría paso a la proclamación de la Segunda República Española.

El término dictablanda fue utilizado por la prensa para referirse a la indefinición del gobierno de Berenguer que ni continuó con la dictadura anterior, ni restableció plenamente la Constitución de 1876, ni mucho menos convocó elecciones a Cortes Constituyentes como exigía la oposición republicana.[2]

Alfonso XIII nombró el 28 de enero de 1930 al general Dámaso Berenguer, jefe de su Cuarto Militar, presidente del gobierno, con el propósito de retornar a la «normalidad constitucional». Pero esto ya no era posible si se pretendía enfocar el proceso de transición hacia un régimen liberal, simplemente mediante el restablecimiento de la situación previa al golpe de Estado de 1923, es decir, sin tener en cuenta la vinculación que había existido entre la Corona y la dictadura de Primo de Rivera. Y ese fue el error que cometió el propio rey y su gobierno: intentar volver a la Constitución de 1876, cuando en realidad llevaba ya seis años abolida, porque desde 1923 Alfonso XIII era un rey sin Constitución, y su poder durante ese tiempo no había estado legitimado por ella, sino por el golpe de Estado que el rey aceptó. La monarquía se había vinculado a la dictadura y ahora pretendía sobrevivir cuando la dictadura había caído.[3]

Años después, en 1946, Berenguer publicó en unas memorias un listado de problemas que él identificó cuando Alfonso XIII le encargó la misión de formar Gobierno en 1930:

Los políticos republicanos y «monárquicos sin rey», así como numerosos juristas, denunciaron que la vuelta a la «normalidad constitucional» era imposible. El jurista Mariano Gómez escribía el 12 de octubre de 1930: «España vive sin Constitución». La dictadura de Primo de Rivera, al violar la Constitución de 1876, había abierto un proceso constituyente, afirmaba Gómez, que solo la nación podía cerrar con un retorno a la normalidad conducido por «un gobierno constituyente, unas elecciones constituyentes, presididas por un poder neutral que no fuera parte beligerante en el conflicto creado por la dictadura, un sistema de libertad y garantías ciudadanas de plenitud constituyente y Cortes con autoridad suprema para crear la nueva legalidad común».[5]

El general Berenguer tuvo muchos problemas para conformar su gobierno porque los partidos dinásticos, el Partido Liberal-Fusionista y el Partido Conservador, después de seis años de dictadura habían dejado de existir, ya que nunca fueron verdaderos partidos políticos sino redes clientelares cuyo único fin era ocupar el poder cada cierto tiempo, gracias al fraude electoral institucionalizado del sistema caciquil.[6]​ A título individual la mayoría de los políticos de los partidos del turno se negaron a colaborar, por lo que Berenguer solo pudo contar con el sector más reaccionario del conservadurismo, que encabezaba Gabino Bugallal. En sus «Memorias de la reserva y apartamiento» se quejó de que las «organizaciones monárquicas… arrastraban una vida lánguida y casi clandestina, acumulando agravios y rencores, reducidas al mantenimiento de sus cuadros en concentrada y airada actitud de protesta».[7]​ Por su parte la Unión Patriótica, el partido único de la dictadura convertida en 1930 en la Unión Monárquica Nacional, y que estaba perdiendo afiliados, tampoco apoyó al gobierno Berenguer por su oposición al régimen constitucional. Así pues, la monarquía no tuvo a su disposición ninguna organización política capaz de conducir el proceso de transición.[8]

La política que llevó adelante el gobierno Berenguer tampoco ayudó a «salvar» a la monarquía. La lentitud con que se fueron aprobando las medidas liberalizadoras, hizo dudar de que el objetivo del gobierno fuera realmente restablecer la «normalidad constitucional». Por eso en la prensa se comenzó a calificar al nuevo poder como «dictablanda».[9]​ Entonces algunos políticos de los partidos dinásticos se definieron como «monárquicos sin rey» (como Ángel Ossorio y Gallardo) y otros se pasaron al campo republicano (Miguel Maura, hijo de Antonio Maura, y Niceto Alcalá Zamora, que fundaron el nuevo partido de la Derecha Liberal Republicana).[7]

José Ortega y Gasset publicó el 15 de noviembre de 1930, en el periódico El Sol, un artículo titulado El error Berenguer. Tuvo una enorme repercusión y finalizaba diciendo: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia».[10]

En el artículo afirmaba que, tras la dictadura, «el Régimen» había respondido con el gobierno Berenguer,

Berenguer declaró en 1946 sobre los artículos de prensa contrarios a su gestión y al Régimen en general:

A lo largo de 1930 se fueron acumulando todos los síntomas que anunciaban que no sería posible la vuelta a la situación anterior a 1923, porque la Monarquía estaba aislada. Los sectores sociales que siempre la habían apoyado, como los patronos y los empresarios, comenzaron a abandonarla porque desconfiaban de su capacidad para salir de «aquel embrollo». Tampoco dispuso la Monarquía del apoyo de la clase media (la influencia de la Iglesia en este sector estaba reduciéndose sustituida por las ideas democráticas y socialistas), y los intelectuales y los estudiantes universitarios mostraron claramente su rechazo al rey.[12]

Uno de los pocos apoyos con que contaba la Monarquía era la Iglesia católica (que le guardaba reconocimiento por haber restaurado su tradicional posición en la sociedad), pero ésta se hallaba a la defensiva frente a la marea de republicanismo y democracia que estaba viviendo el país.[13]​ El otro apoyo era el Ejército, que acababa de pasar por una experiencia de poder que había abierto brechas en su seno y en un sector del mismo se estaba resquebrajando la fidelidad al rey. «Quizá el ejército nunca participaría como tal en una conjura contra la Monarquía pero tampoco haría nada, llegado el caso, para salvar el trono e incluso no pocos militares se apresuraron a prestar su colaboración a los conspiradores antimonárquicos».[14]

Los cambios sociales y de valores que se habían producido en los últimos treinta años no eran nada favorables al restablecimiento del sistema de poder de la Restauración.[15]​ Esto, unido a la identificación que se produjo entre Dictadura y Monarquía, explica el súbito auge del republicanismo en las ciudades. Así, en ese rápido proceso de politización, las clases populares y las clases medias urbanas llegaron a la conclusión (como la Dictadura acababa de demostrar) que Monarquía era igual a despotismo y democracia era igual a República. En 1930 «la hostilidad frente a la Monarquía se extendió como un huracán imparable por mítines y manifestaciones por todas España»;[16]​ «la gente comenzó a echarse alegremente a la calle, con cualquier pretexto, a la menor ocasión, para vitorear a la República».[17]​ A la causa republicana también se sumaron los intelectuales que formaron la Agrupación al Servicio de la República (encabezada por José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala).[18]

El día 17 de agosto de 1930 tuvo lugar el llamado Pacto de San Sebastián en la reunión promovida por la Alianza Republicana en la que al parecer (ya que no se levantó acta escrita de la misma) se acordó la estrategia para poner fin a la Monarquía de Alfonso XIII y proclamar la Segunda República Española. A la reunión asistieron según consta en la «Nota oficiosa» hecha pública al día siguiente, por la Alianza Republicana, Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical, y Manuel Azaña, del Grupo de Acción Republicana; por el Partido Radical-Socialista, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza; por la Derecha Liberal Republicana, Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura; por Acción Catalana, Manuel Carrasco Formiguera; por Acción Republicana de Cataluña, Matías Mallol Bosch; por Estat Català, Jaume Aiguader; y por la Federación Republicana Gallega, Santiago Casares Quiroga. A título personal también asistieron Indalecio Prieto, Felipe Sánchez Román, y Eduardo Ortega y Gasset, hermano del filósofo. Gregorio Marañón no pudo asistir, pero envió una «entusiástica carta de adhesión».[19][20]

En octubre de 1930 se sumaron al Pacto, en Madrid, las dos organizaciones socialistas, el PSOE y la UGT, con el propósito de organizar una huelga general que fuera acompañada de una insurrección militar que metiera a «la Monarquía en los archivos de la Historia», tal como se decía en el manifiesto hecho público a mediados de diciembre de 1930. Para dirigir la acción se formó un comité revolucionario integrado por Niceto Alcalá-Zamora, Miguel Maura, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio, Manuel Azaña, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz, Santiago Casares Quiroga y Luis Nicolau d'Olwer, por los republicanos, e Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos y Francisco Largo Caballero, por los socialistas.[21]​ La CNT, por su parte, continuaba su proceso de reorganización (aunque al levantarse su prohibición sólo se le dejó reconstituirse a nivel provincial), y de acuerdo con su ideario libertario y «antipolítico» no participó en absoluto en la conjunción republicano-socialista, por lo que continuaría actuando en la práctica como un «partido antisistema» de izquierda revolucionaria.[8]

El comité revolucionario republicano-socialista, presidido por Alcalá-Zamora, que celebraba sus reuniones en el Ateneo de Madrid, preparó la insurrección militar que sería arropada en la calle por una huelga general. Este recurso a la violencia y a las armas para alcanzar el poder y cambiar un régimen político lo había legitimado el propio golpe de estado que trajo la Dictadura.[22]​ A mediados de diciembre de 1930 el comité hizo público un manifiesto que decía:

Sin embargo, la huelga general no llegó a declararse y el pronunciamiento militar fracasó fundamentalmente porque los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández sublevaron la guarnición de Jaca el 12 de diciembre, tres días antes de la fecha prevista. Estos hechos se conocen como la «Sublevación de Jaca» y los dos capitanes insurrectos fueron sometidos a un consejo de guerra sumarísimo y fusilados. Este hecho movilizó extraordinariamente a la opinión pública en memoria de estos dos «mártires» de la futura República.[18]

A pesar del fracaso de la acción en favor de la República dirigida por el comité revolucionario —cuyos miembros fueron detenidos o huyeron fuera del país o bien se escondieron—, el general Berenguer se sintió obligado a restablecer la vigencia del artículo 13 de la Constitución de 1876 (que reconocía las libertades públicas de expresión, reunión y asociación)[23]​ y convocar por fin las elecciones generales para el 1 de marzo de 1931 con el objetivo de «llegar a constituir un Parlamento que, enlazando con las Cortes anteriores a la última etapa [la Dictadura de Primo de Rivera] restableciera en su plenitud el funcionamiento de las fuerzas cosoberanas [el rey y las Cortes] que son eje de la Constitución de la Monarquía Española».[24]​ No se trataba, pues, ni de Cortes Constituyentes, ni de unas Cortes que pudieran acometer la reforma de la Constitución, por lo que la convocatoria no encontró ningún apoyo, ni siquiera entre los monárquicos de los partidos del turno.[25]

El fracaso de Berenguer obligó al rey Alfonso XIII a buscar un sustituto. El 11 de febrero llamó a Palacio al líder catalanista Francesc Cambó, con quien ya se había entrevistado discretamente en Londres el 1 de julio del año anterior. Así contó Cambó lo que habló con el rey aquel día:[26]

El 13 de febrero de 1931 el rey Alfonso XIII puso fin a la «dictablanda» del general Berenguer y nombró nuevo presidente al almirante Juan Bautista Aznar —de quien se dijo entonces jocosamente que procedía «políticamente de la luna, geográficamente de Cartagena», en referencia a su escaso peso político—[27]​, tras intentar sin éxito que aceptara el cargo el liberal Santiago Alba y el conservador «constitucionalista» Rafael Sánchez Guerra —quien se entrevistó con los miembros del «comité revolucionario» que estaban en la cárcel para pedirles que participaran en su gabinete, a lo que éstos se negaron: «Nosotros con la Monarquía nada tenemos que hacer ni que decir», le respondió Miguel Maura—.[28]​ Aznar formó un gobierno de «concentración monárquica» en el que entraron viejos líderes de los partidos liberal y conservador —el rey sólo aceptó la presencia de los «leales a mi persona»—[29]​, como el conde de Romanones, Manuel García Prieto, Gabriel Maura Gamazo, hijo de Antonio Maura, y Gabino Bugallal.[18]​ También formó parte del gabinete un miembro de la Lliga Regionalista Joan Ventosa, con el objetivo, según relató Cambó un año después, de «obtener para la causa de Cataluña lo que no había podido alcanzarse hasta entonces». Para Santiago Alba, era un gobierno que respondía a «la servidumbre palatina»: «no nos dejemos engañar una vez más por el digno heredero de Fernando VII». El rey confiaba en ese gobierno para salvar la situación, como pudo comprobar Cambó en la nueva entrevista que mantuvo con él el 24 de febrero: «Lo encontré viviendo en el mejor de los mundos, sin darse cuenta de la debilidad del gobierno, que era la base de su sostén».[30]

El nuevo gobierno de Aznar propuso un nuevo calendario electoral: se celebrarían primero elecciones municipales el 12 de abril, y después elecciones a Cortes que tendrían «el carácter de Constituyentes», por lo que podrían proceder a la «revisión de las facultades de los Poderes del Estado y la precisa delimitación del área de cada uno» (es decir, reducir las prerrogativas de la Corona) y a «una adecuada solución al problema de Cataluña».[31]

El 20 de marzo, en plena campaña electoral, se celebró el consejo de guerra contra el «comité revolucionario» que había dirigido el movimiento cívico-militar que había fracasado tras la sublevación de Jaca. El juicio se convirtió en una gran manifestación de afirmación republicana y los acusados recuperaron la libertad.[32]

Todo el mundo entendió las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 como un plebiscito sobre la Monarquía, por lo que cuando se supo que las candidaturas republicano-socialistas habían ganado en 41 de las 50 capitales de provincia (era la primera vez en la historia de España que un gobierno era derrotado en unas elecciones, aunque en las zonas rurales habían ganado los monárquicos porque el viejo caciquismo seguía funcionando),[33]​ el comité revolucionario hizo público un comunicado afirmando que el resultado de las elecciones había sido «desfavorable a la Monarquía [y] favorable a la República» y anunció su propósito de «actuar con energía y presteza a fin de dar inmediata efectividad a [los] afanes [de esa España, mayoritaria, anhelante y juvenil] implantando la República». El martes 14 de abril se proclamó la República desde los balcones de los ayuntamientos ocupados por los nuevos concejales y el rey Alfonso XIII se vio obligado a abandonar el país. Ese mismo día el «comité revolucionario» se convirtió en el Primer Gobierno Provisional de la Segunda República Española.[34]






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